Cuando hace muchísimos años arribé a la Ciudad de México procedente de la mixteca poblana, sólo traía unos trapos en una caja de cartón. Conmigo llegaron la incertidumbre, la soledad y una angustia que invadía todas las partes de mi ser campesino. Era un joven de las montañas, de las veredas, del aire, mi mundo eran los barrancos, los riachuelos, sus aguas cristalinas. Disfrutaba las noches silenciosas, las luciérnagas, la tranquilidad. Todo era disfrutable, excepto la pobreza, el pago del diezmo y la primicia a una iglesia voraz, castrante. Morir analfabeto y pobre era lo común. Fue Moisés Flores Guevara, un maestro rural de pura cepa, el que fue introduciendo en mi alma el encanto de un mundo que yo desconocía.

A los niños que asistíamos a sus clases desde los lejanos campos serranos, el maestro nos hablaba de la guerra de los cristeros, de Leodegario Cortes, el jefe de ellos en la región, de la educación socialista, del gobierno popular del Gral. Lázaro Cárdenas del Río, de los maestros desorejados por los caciques rurales, del control que ejercían los curas pueblerinos, de la esperanza de que los campesinos, finalmente, salieran de la pobreza y se incorporaran a la civilización. Con él aprendimos, muchos, geografía, historia, la división política del mundo, sus ríos, sus montañas y nos convirtió en lectores a través del libro insignia de Edmundo De Amicis, El corazón: diario de un niño.

Mi vida, desde siempre, estuvo adherida a los sentimientos y a los anhelos libertarios del pueblo mixteco. Una cultura híbrida en la que junto a zapotecos y tlapanecos se hizo presente al lado de Vicente Guerrero durante la Guerra de Independencia, y en la Revolución, luchando por la justicia con Emiliano Zapata. En 1936, los orgullosos indígenas de la región abrazaron la lucha por la tierra encabezada por el general Lázaro Cárdenas del Río. Desde entonces, los indígenas entendimos que, sólo participando en la lucha por nuestras demandas podíamos lograr una condición humana distinta a la esclavitud. Cuando conocimos a López Obrador nos fuimos con él porque ya desde entonces representaba la esperanza y el orgullo para lograr la justicia y la libertad.

Estas culturas libertarias donde aún perviven el tequio y los usos y costumbres, levantaron las banderas que contenían sus demandas y sus raíces con todo el orgullo para hacerlas florecer. Por encima de tragedias y olvidos de los gobiernos de la burguesía, se sobrepusieron con honor a todas las calamidades y calumnias de los mocha orejas de entonces. Sin saberlo, nuestra intuición sugería que su grandeza se expresaría en un Nuevo Proyecto de Nación y sus ancestrales demandas serían atendidas por el gobierno del pueblo. Habiendo sido parte de esas naciones indígenas, mi trabajo desde estudiante fue apoyar las luchas magisteriales encabezadas por Othón Salazar; la de los ferrocarrileros, por Demetrio Vallejo, y las campesinas, por Ramón Danzós Palomino, José Dolores López, Rafael Jacobo García y Lucio Cabañas.

En todas estas organizaciones puse mi mejor esfuerzo y mi honor personal para transformar mi país. Conocí a camaradas y compañeros en otros partidos de izquierda que lucharon y murieron defendiendo orgullosamente las causas del pueblo. La mayoría de nosotros sufrimos represiones, encarcelamientos, torturas y muerte. En el camino se quedaron mis compañeros Valentín Campa Salazar, Arnoldo Martínez Verdugo, Eduardo Montes Manzano, Gerardo Unzueta Lorenzana, Hilario Moreno y Lucio Cabañas. Mis alforjas están llenas de sus historias revolucionarias. De tiempo en tiempo, vuelvo la mirada a mi pueblo, a mi raza, al México profundo que ha hecho cuatro revoluciones con la aportación política, con el sacrificio y con la muerte de hombres y mujeres heroicos.

Como en mí no hay ni rencor ni frustración, me carcajeo de aquellos que menosprecian nuestras tradiciones y nuestras culturas. No entendieron, ni antes ni ahora, que la dignidad y la transformación del país no pueden depender de las políticas y ladridos de los esquizofrénicos. El México que representa López Obrador ha cubierto de esperanza y de dignidad a los pueblos originarios y a la mayoría de los mexicanos. En su quehacer como líder del país, ha sembrado en México y el mundo una nueva cultura política. A Washington no llevó su ropa ni sus mensajes en una caja de cartón, como afirma la neurótica Mariana Gómez del Campo. Desde su humanismo y su dignidad, el presidente fue a poner en alto el orgullo, la independencia y la soberanía del país.