Escribe Ana Cecilia un tuit sobre Abril. Y dos, tres tuits al hilo. Cada mensaje de la hija viva a la madre muerta, es una sucesión de nostalgias negras, lágrimas de palabras: a su madre que vería la víspera cuando la mataron. El primer aviso de que estaba moribunda. La llegada al hospital con el último hálito de vida. Lo previsible, lo esperable, lo imaginable: tendría que pasar. Era obvio el final de la historia. ¿De qué otra forma si no era esta? Siempre lo mismo. Un balazo en la cabeza. Certero. Preciso. El comercio barato de liquidar mujeres en México. Limpio, rápido. Impune.

Ana Cecilia mostró en Twitter las fotos de su madre. El paliacate que le contenía la sangre. El hematoma cubriéndole la cara. La tristeza en un rostro que alguna vez fue bello y digno. Son fotos viejas, insultantes, evidentes. De cuando la golpeó el marido. Le asestó varios batazos. La hirió con un bisturí. La lesionó con el puño cerrado. La obsesión masculina, machista, contra la cabeza de Abril. ¿Qué había en esa cabeza? Pensamientos, impotencia, coraje, frustración por no hallar respuesta. Ternura por los hijos. Amor de madre. Quizá una nueva vida en Monterrey.

En la cabeza de la mujer, no en su cuerpo, está el origen del odio masculino: no puede ser más que yo, más humana que yo, más digna que yo. Esa cabeza me ofende, me pone bravo, me devalúa y me hace minúsculo como un insecto. Esa cabeza es un blanco. Y una mirada. La cabeza de la víctima te mira: no puedes soportarlo. Insiste con el bate. Ahórcala. Dale de patadas, de puñetazos. Júzgala como culpable. Vieja loca. Qué exagerada. Te inventaste esas torturas. Por algo sería. Pero es inútil. Ese rostro te mira. Te mirará siempre.

Y miles, millones de mujeres, de personas, darían todos los hemiciclos a Juárez, todos Los Ángeles de la Independencia, todas las estatuas y monumentos, a cambio de esa mirada de Abril. Pero ya no tiene remedio. ¿Y las muertas de mañana? ¿Y las que vendrán después?