“Cuénteme de la Escuela Nacional Preparatoria” le pedí, grabadora en mano, una lejana tarde de abril, a don Alejandro Gómez Arias. Su nombre dice poco para el sigo XXI. Fue un orador barroco, muy siglo XIX, aunque su vida y sus artículos – publicados con una prosa pulcra y elegante en la revista “Siempre!” — son referencia obligada de las agitaciones políticas y culturales que abarcaron buena parte del siglo pasado.

Como maestro en la facultad de derecho de la UNAM, don Alejandro no fue muy competente (solía faltar a clases por los motivos más insólitos) y como abogado no destacó demasiado. Prefería cuidar las begonias y bugambilias del patio de su casa. Aún ya viejo era muy galán y con garbo. Tenía un rostro patricio, como de emperador romano, muy varonil. Una probable depresión, que le atosigó por décadas, canalizó sus escasas energías a la jardinería. Como supo que me atraía la oratoria (un arte en decadencia) y me desempeñaba bien en tribuna, me recibía como “colega” él mismo a la puerta, elegante pero displicente. No me importaba: lo mío fue una veneración secular.

“Eran los años 20, una década pletórica de optimismo. Entré a la institución en 1919. Nos formaban a los jóvenes de entonces para entrar a la Universidad Nacional, pero al mismo tiempo, lo menciono sin alardes, esculpimos buena parte de las nuevas costumbres liberales del México Moderno”.

Don Alejandro no exageraba. La Escuela Preparatoria, un imponente edificio de piedra volcánica rojiza, creado cerca del Zócalo en 1868, tras la ejecución de Maximiliano, fue el modelo de escuela laica y gratuita. Su etapa dominante de filosofía positivista, donde la ciencia mandaba por encima de las demás materias, no exentó a la institución de ciertos ribetes románticos, remarcados con la primera palabra de su lema: “amor, orden y progreso”.

“Y es verdad que imperaba el amor dentro de sus aulas”, me acotaba don Alejandro, “incluyendo el amor físico, vocablo que prefiero al adjetivo carnal, aunque en aquellos años era más transgresor el amor a la verdad, por encima de cualquier otra cosa”. Era cierto: las mentes más lucidas y abiertas pululaban por los pisos de la Escuela: Narciso Bassols, Jaime Torres Bodet, Samuel Ramos o el notable biólogo Isaac Ochoterena.

“También éramos transgresores incorregibles. Fue una etapa de fe, pasión, esperanza y aire celeste. En torno a la Escuela se erigió un barrio estudiantil, bullicioso y relajiento. Y adentro, en el patio flanqueado por grandes arcadas, se suscitaban tremendas peleas campales. Oradores incendiarios de izquierda, derecha y anarquistas puros. A veces tronaban en los pasillos una que otra bomba casera. Con amigos formé el grupo ‘Los cachuchas’. Entre ellos estaba un buen poeta inspirado pero sin seguidores: Miguel N. Lira fuimos célebres por irreverentes, burlones y por profesar un socialismo romántico trufado de nacionalismo”.

Un día soltaron en mitad de la clase un burro, otro día ciñeron con cohetes tronadores la cola de un perro y lo dejaron aullar por los pasillos. Otro día llenaron de jabón las escaleras que daban al anfiteatro de la Escuela y hasta el suelo fue a dar con toda su solemnidad uno de los Siete Sabios de México: don Antonio Caso.

En su época de preparatoriano, Alejandro Gómez Arias no tenía novias. Para él eran amigas íntimas. El noviazgo era, en su opinión, un concepto burgués. De manera que tuvo varias amigas íntimas. Una de ellas trascendió su época y como artista hoy se cotiza muy alto en las casas de subastas internacionales. Como yo era joven cuando conocí a don Alejandro, no quise profundizar en esa relación suya de adolescente. Con el paso de las décadas me arrepentí de no hacerlo, es decir, de no haber sido más preguntón.

Su amiga íntima, quizá quien más lo amó al decir de las cartas melodramáticas que le enviaba, se llamó Frida Kahlo. Pero de viejo, don Alejandro no vivía de recuerdos sino de podar y regar sus begonias y sus bugambilias. Dejé de frecuentarlo y ya viviendo yo en Monterrey, leí años más tarde su esquela en el periódico. Murió en una depresión dulce y serena y muy pocos asistieron a su funeral.

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