Ahora que vamos a presenciar el escándalo mediático que propician las acusaciones de Lozoya a Peña, Videgaray, senadores, diputados, políticos, empresas, transacciones, valdría la pena detenernos un poco para, además de disfrutar del circo, maroma y teatro que nos presentarán (autoridades, presuntos delincuentes, expertos y medios de comunicación), comprender el verdadero significado de lo que está ocurriendo: la exhibición clara de una conducta frecuente y cotidiana de la clase política mexicana. Una conducta convertida en cultura que a pesar de la alternancia vivida en el siglo XXI no se logra desarraigar, por el contrario: se transforma y adapta como si se tratara de una forma de ser tan sólidamente establecida que prevalece aunque cambie.

Si leemos a nuestros sabios y a sus imitadores, es fácil darnos cuenta que lo nuestro no es un problema ético sino moral. No hay una discusión sobre lo que “debe ser” ni del andamiaje filosófico que exponga el razonamiento de una ética política para México. No, nuestro problema es de aplicación práctica: elites corruptas e impunes que desde siempre han querido mangonear a los gobiernos para anteponer sus muy particulares intereses y privilegios por encima del interés colectivo.

Independencia, reforma, Porfiriato, revolución, partido gobierno, caciqueo local, abogados al poder, economistas al poder, alternancia en el poder. Todo aparentemente para la construcción de un Estado Democrático de Derecho, que ha significado una gran simulación para que los intereses de las elites prevalezcan, para que cualquier oportunidad, invento, necesidad, progreso, avance sea coptado por los muy pocos, por los que creen que el país es suyo y que el 99% restante se calle, se aguante.

La santificación del “debido proceso” por parte de nuestras autoridades judiciales, la evocación por parte del presidente de su respeto irrestricto a él, son en buena medida, una muestra de lo podrida que está la vida institucional mexicana. Establecer los límites de la ley aplicándola con respeto a los derechos civiles, con justicia, equidad, proporcionalidad y de manera expedita es exactamente lo que nunca sucede. Vivimos una especie de indebido proceso.

La realidad judicial en nuestro país resulta muy poco convincente para el conjunto de la ciudadanía: pocos creen en la aplicación debida de la ley. ¿Alguien se siente seguro en su persona, bienes y tratos?

El momento que estamos viviendo y el caso Lozoya nos muestran la realidad: no hablamos de un delito aislado, sino que acudimos a la revelación de lo que hemos sospechado siempre: el poder político en todas sus manifestaciones y circunstancias, actúa corrupta e impunemente en contubernio con agentes económicos, bandas crimínales, entidades financieras organizados para delinquir y beneficiarse recíprocamente de manera ilegal.

En el México contemporáneo esto se ha pervertido de manera destacada por el dinero del narcotráfico, la dimensión del gasto público y el tamaño de la economía.

La cultura política mexicana se ha construido y cimentado a partir de privilegiar intereses particulares, centralizar el poder en una figura presidencial que funge como árbitro, fiel de la balanza y catalizador de las fechorías así como de inocular en la ciudadanía el virus de la aceptación por ignorancia y de la idea que “quien no tranza, no avanza”.

Un poder judicial ineficaz, un congreso cómplice y un aparato de gobierno corrupto e impune constituyen el andamiaje sobre el que ha transitado el poder político.

Por eso es importante el caso Lozoya: por significar una oportunidad para derrumbar las estructuras de poder y edificar un nuevo arreglo institucional. También podría ser un caso de “más de lo mismo”, en donde se proyecte una imagen de solvencia moral que termine abonando a una coyuntura sexenal.

Sentar a grandes figuras del pasado en el banquillo de los acusados es muy importante, como también lo es terminar con el régimen presidencialista que tanto daño ha hecho a México. Un sistema parlamentario, las candidaturas independientes, la reforma del poder judicial, y terminar con los monopolios, podrían significar el principio de una verdadera transformación nacional, sería, en un sentido literal, aplicar el debido proceso a la vida pública.