En 2020, se reconoció de forma oficial la violencia política contra las mujeres. No fue un gesto simbólico. Fue un paso firme para cerrar una deuda pendiente con la paridad democrática. Las reformas buscaron frenar prácticas que históricamente habían excluido a las mujeres del poder. Se impusieron reglas. Se activaron sanciones. Se levantó un registro. Y se trazaron líneas claras para prevenir el abuso de poder con rostro de violencia de género. Pero algo se desvió. Veamos.
Primero. La aplicación de esta reciente reivindicación ha cruzado fronteras que jamás debió tocar. Hoy, un comentario sin tono ofensivo puede ser denunciado. Una pregunta legítima puede terminar en una sanción. Una opinión crítica puede catalogarse como violencia. Lo que debía servir para frenar ataques sistemáticos se usa, en ocasiones, como escudo contra cualquier forma de disenso. Se castiga el desacuerdo. Se reprueba la crítica. Incluso si no hay estereotipos de género. Incluso si no hay intención ofensiva. Se ha convertido en una especie de botón de emergencia que se activa cuando algo incomoda. La consecuencia es grave. La figura pierde fuerza. Se trivializa. Y, peor aún, se convierte en mecanismo de censura encubierta. Se protege más el poder que a las víctimas. Se blinda a quienes ocupan cargos públicos, cuando deberían ser objeto del más riguroso escrutinio. Una democracia sana necesita debate, no silencio. Necesita preguntas difíciles, no obediencia ciega. La crítica no es violencia. Disentir no es misoginia. La incomodidad no puede ser razón suficiente para acallar voces. Y esa confusión, lejos de proteger, genera sospecha. A la larga, mina la credibilidad de la lucha por la igualdad. Porque cuando todo se vuelve violencia, nada lo es realmente. Y cuando todo se sanciona, se debilita la capacidad de distinguir lo grave de lo que simplemente incomoda.
Segundo. El test que se utiliza para definir si un acto constituye violencia política por razón de género presenta serias deficiencias. No exige contexto. No evalúa intencionalidad. No analiza si existe una conexión clara con el ejercicio o aspiración a un cargo público. Ese vacío metodológico ha generado decisiones arbitrarias. Opiniones protegidas por el derecho a la libertad de expresión terminan siendo sancionadas. Y eso es una falla estructural. La Constitución establece límites muy claros. Los artículos 6º y 7º garantizan el derecho a expresarse e informar libremente. Esos derechos solo pueden restringirse si hay base legal, si la medida es necesaria y si es proporcional. Nada de eso se está cumpliendo. El artículo 1º exige aplicar el principio pro persona. Significa colocar a la persona en el centro de toda interpretación jurídica. Y eso implica proteger también a quien disiente, a quien informa, a quien opina.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sido contundente. El debate político merece una protección reforzada. Quien ocupa un cargo público debe tolerar críticas más intensas, sin importar su género. La deliberación no puede considerarse un ataque. Y una opinión incómoda no puede convertirse en delito. Ignorar esto es socavar el Estado de derecho. Es renunciar a la idea de que los derechos fundamentales existen para incomodar al poder, no para servirle. Además, existe una confusión peligrosa entre crítica política y expresión discriminatoria.
No todo comentario duro es una agresión. No toda inconformidad es un acto de violencia. Y no toda tensión en el debate público justifica la intervención del aparato sancionador. El lenguaje político es, por naturaleza, intenso. Las elecciones, las decisiones públicas, las posturas ideológicas, generan confrontaciones. Y eso no debe temerse. Debe asumirse como parte del juego democrático. Tratar de suprimirlo todo en nombre de una falsa neutralidad solo conduce a la autocensura y al miedo a hablar.
Tercero. No se trata de elegir entre defender a las mujeres o proteger la libertad de expresión. Se trata de hacer ambas cosas bien. Sin manipular ninguna. Sin usar una como excusa para destruir la otra. Es urgente rediseñar el test que hoy se aplica. Debe incluir contexto. Debe identificar estereotipos. Debe analizar si hay intención discriminatoria y debe verificar si existe relación directa con el ejercicio del poder o con la aspiración política.
También es necesario aplicar siempre la prueba triple: legalidad, necesidad y proporcionalidad. Esta fórmula, respaldada por el sistema interamericano, es la única forma de evitar abusos. Sin ella, cualquier límite a la libertad de expresión es sospechoso.



Hay que excluir de toda sanción las expresiones que no menosprecien a las mujeres por ser mujeres. No todo lo crítico es ofensivo. No todo lo incómodo es violencia. No todo lo molesto debe callarse. Además, quienes juzgan deben entender que no basta con tener perspectiva de género.
También se necesita perspectiva de libertad. De ciudadanía, de límites al poder. Proteger a las mujeres no significa blindarlas ante el debate público. Significa garantizar que ninguna sufra acoso ni violencia por razones de género. Pero sin convertir la crítica en un enemigo. Volver al origen es necesario. La figura fue creada para proteger a las víctimas, no para proteger a quienes no quieren ser cuestionadas. La censura no construye igualdad, solo la distorsiona. Se necesita valentía institucional, coraje para corregir. Sensatez para volver al cauce original. No hacerlo condena a la norma al descrédito y a quienes de verdad necesitan justicia, al silencio.
El reconocimiento legal de la violencia política por razón de género fue un avance. Pero si se desfigura, pierde legitimidad. No puede convertirse en excusa para castigar el disenso. La crítica democrática no es violencia. Es parte del equilibrio que sostiene la libertad. Un poder que no acepta preguntas no merece confianza. Y una ley que calla más de lo que protege, termina siendo parte del problema.
@evillanuevamx