En el teatro geopolítico del Medio Oriente, los misiles y las bombas son solo una parte del libreto. A menudo, lo más peligroso ocurre en el silencio posterior. Así lo demuestra el reciente episodio de escalada entre Israel e Irán, con participación activa de Estados Unidos, que pareció entrar en pausa tras el sorpresivo anuncio del presidente Donald Trump: un alto al fuego total y escalonado entre Israel e Irán.
La tensión se desbordó el pasado fin de semana, cuando fuerzas estadounidenses, en coordinación con Israel, ejecutaron una serie de bombardeos contra tres instalaciones nucleares clave de Irán: Fordow, Natanz e Isfahán. La operación, descrita por el Pentágono como “monumental”, utilizó bombarderos furtivos B-2 y al menos 14 bombas antibúnker, provocando daños severos que habrían retrasado significativamente el programa de enriquecimiento de uranio de Teherán.
Irán respondió este lunes 23 de junio con el lanzamiento de una veintena de misiles balísticos dirigidos contra la base estadounidense de Al Udeid en Qatar y otras posiciones en Irak. A pesar de la magnitud del ataque, los sistemas defensivos interceptaron la mayoría de los misiles y, según reportes oficiales, no se registraron víctimas fatales. La señal, no obstante, fue clara: Irán no se quedaría callado ante la agresión, aunque prefirió una represalia contenida, calculada y sin escalada mayor.
Y entonces, con un estilo que ya le es característico, Donald Trump apareció en escena con un anuncio que tomó por sorpresa a buena parte del mundo: Israel e Irán, afirmó, habrían aceptado un alto al fuego progresivo. El cese de hostilidades iniciaría en un plazo de 24 horas —6 horas después del anuncio Irán detendría el fuego; 12 horas después lo haría Israel; y tras 24 horas, se proclamaría el fin de la confrontación—. Trump se atribuyó el mérito de la mediación, presentándose como el artífice de la paz, justo en un año electoral en el que necesita proyectar fuerza y prudencia a partes iguales.
Pero más allá del discurso triunfalista, hay elementos que llaman a la cautela. Ni Israel ni Irán confirmaron públicamente el acuerdo al momento del anuncio. No se firmó ningún documento, no se establecieron garantías multilaterales, y no existe aún una hoja de ruta hacia una desescalada sostenible. Todo indica que estamos ante una pausa táctica, no una resolución de fondo.
¿Por qué habría accedido Irán al alto al fuego, aún después del severo daño sufrido en sus instalaciones nucleares? La respuesta parece estar en la lógica del desgaste. El régimen enfrenta una presión interna creciente: sanciones económicas devastadoras, una inflación galopante, escasez de productos básicos y un malestar social que amenaza con desbordarse. Una guerra abierta contra Israel, con Estados Unidos en la retaguardia, habría sido una catástrofe para su ya golpeada estabilidad.
Israel, por su parte, logró su objetivo inmediato: frenar, o al menos retrasar, la capacidad nuclear iraní. En términos tácticos, el golpe fue exitoso. Pero una confrontación prolongada podría implicar ataques masivos de represalia por parte de Hezbolá en el norte, desestabilización en Gaza o incluso atentados fuera de sus fronteras. La opción de detenerse, al menos momentáneamente, era también lógica desde el cálculo militar y político.
En ese sentido, lo que hemos visto en estos días no es una victoria de la diplomacia, sino una tregua por conveniencia. Ambos gobiernos necesitaban frenar el choque frontal antes de que se saliera completamente de control. Trump aprovechó la oportunidad para vestirse de mediador mundial y reforzar su imagen de liderazgo, particularmente útil en el marco de su campaña por la reelección.
¿Y qué sigue ahora?
Primero, será clave vigilar la implementación real del alto al fuego. Hasta ahora, los informes indican que Irán ha detenido sus ataques y que Israel ha cesado operaciones ofensivas directas. Pero subsisten múltiples riesgos: milicias respaldadas por Teherán podrían actuar por cuenta propia, se mantiene la amenaza latente en el estrecho de Ormuz, y no se ha desmantelado la posibilidad de una guerra cibernética o de inteligencia.
Segundo, será necesario evaluar el verdadero impacto de los bombardeos. ¿Cuánto se ha dañado el programa nuclear iraní? ¿Es un golpe irreversible o solo un retraso temporal? ¿Podrá Irán reconstruir sus capacidades en secreto o bajo nuevas alianzas con Rusia o China?
Tercero, debe retomarse el camino diplomático. Europa ha mantenido una posición más prudente y podría ser el puente para retomar alguna forma de negociación. Aunque el viejo acuerdo nuclear de 2015 parece inalcanzable, podría diseñarse un nuevo marco multilateral que combine limitaciones verificables al programa nuclear con levantamiento gradual de sanciones.
Cuarto, se impone una reflexión seria sobre el papel de Estados Unidos en Medio Oriente. La intervención unilateral en favor de Israel, con ataques directos sobre Irán, marca un giro respecto a la doctrina de contención y disuasión. Se trata de un retorno al uso preventivo de la fuerza, lo cual tiene consecuencias en toda la región y en el orden internacional.
Para México y otras economías emergentes, este episodio también deja lecciones. La volatilidad en los mercados tras los ataques elevó el precio del petróleo y afectó el tipo de cambio. Una guerra prolongada habría implicado mayor inflación y menor crecimiento. La paz, aunque precaria, nos beneficia. Pero debemos diversificar nuestras fuentes energéticas y reforzar nuestros vínculos diplomáticos para no ser simples espectadores de crisis externas que nos golpean internamente.
Finalmente, no debemos dejarnos engañar por la aparente calma. Como en toda tregua sin resolución de fondo, el conflicto entre Israel e Irán podría resurgir en cualquier momento. Lo que vivimos fue un episodio de contención, no un capítulo final.
Y así, entre el estruendo de los misiles y el silencio que ahora domina, el mundo se encuentra en una pausa que no garantiza paz, sino apenas un respiro. El desafío es transformar ese respiro en oportunidad y evitar que el próximo estallido no nos tome por sorpresa.
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