El goce o la inquietud inmediatas que provoca a unos u otros la intensidad de la vorágine de cambios en curso no debe dañar la capacidad reflexiva sobre el complejo proceso histórico multinivel por el que transitamos los mexicanos (y la Humanidad). Al contrario, resulta indispensable.

Una opción a la mano es observar el contexto de las décadas recientes con una mirada puesta en momentos similares del pasado lejano. Así será posible ubicarnos en el momento actual y comprender mejor el juego inacabable entre política y derecho.

Cuando un régimen político o conjunto de relaciones de poder o influencia entre instituciones y pueblo o sociedad se agota y cambia, también se modifica el entramado jurídico que lo sostiene.

Así ocurrió en la historia nacional con los marcos jurídicos inventados o reconstruidos a través de asambleas constituyentes en 1824, 1857 o 1917, y sin ellas o mediante mutaciones constitucionales entre 1977 y 2025, es decir, las cuatro transformaciones de la vida pública del país.

Por una parte, a la caída del tricentenario régimen novohispano; ajustado desesperadamente en su fase final por las reformas borbónicas de 1785, le sobrevino el régimen republicano, casi confederal y semiparlamentario de la independencia, junto con la primera ola de 19 constituciones locales bajo las coordenadas de la Constitución federal de 1824. Se caracterizó por diseñar poderes legislativos y municipales fuertes frente a Poder Ejecutivo y Judicial débiles.

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Cuando el régimen federal fue sacrificado por la apuesta de la coalición centralista entre 1835-36 y 1846, esa "decena trágica” en la que perdimos más de la mitad del territorio nacional, a través de las constituciones de 1836 y 1843 se pretendió refundar el sistema de gobierno y el sistema jurídico trasladando al Congreso nacional, el Poder Ejecutivo y el supremo poder conservador, todas instituciones elitistas, las principales competencias políticas.

De la lucha más cruenta en contra de las fuerzas conservadoras y el triunfo liberal radical emergió el régimen político liberal vanguardista que rebalanceó poderes locales y federales, volvió a debilitar al Poder Ejecutivo y entregó amplios espacios de control al Legislativo y Judicial inaugurando una ciudadanía laica embrionaria.

El nuevo régimen se plasmó en la Constitución muy progresista de 1857, en la cual se formalizó la práctica de que el presidente de la Suprema Corte podría sustituir al presidente de la República. De nueva cuenta, la coalición gobernante optó por debilitar y sujetar al poder ejecutivo. Otra oleada de constituciones locales hizo lo propio en 23 estados de la República.

Quizás debido a esos controles desproporcionados, una desviación operativa adicional, esta vez a manos del longevo y otrora héroe militar y sus aliados, Porfirio Díaz, derivó en su sorprendente caída en 1911 y el reemplazo de su vetusto arreglo político-jurídico por otro lleno de reivindicaciones sociales y populares.

El régimen de la Revolución triunfante quedó plasmado en la Constitución federal de 1917 y el orden jurídico secundario legislado en las dos décadas siguientes, en el que poco a poco los controles “antiporfirianos” al poder ejecutivo fueron revertidos hasta montar un sistema presidencial y partidario poderoso frente al Congreso y el Poder Judicial. La Suprema Corte perdió su posición a manos del superpoder presidencial.

Ese régimen pervivió bajo condiciones socioeconómicas favorables y fue perfeccionado durante décadas hasta que perdió su sostén financiero, por lo que fue reemplazado por la apuesta neoliberal de los años ochenta, que a su vez alteró el régimen político.

A lo largo de seis sexenios agridulces y en su fase final muy amargo para la mayoría popular, el régimen político del neoliberalismo en esencia tripartito (PRI-PAN-PRD), inspirado en las experiencias y modelos europeos de la segunda posguerra, desplegó un sistema hipo-presidencial frente al congreso, el Poder Judicial, órganos autónomos y gobiernos locales. Nuevas constituciones o reformas “espejo” ajustaron en aquel sentido decenas de textos locales.

En ese laboratorio se colaron poderosos agentes fácticos desregulados e intereses ilícitos que adulteraron la naturaleza del estado y la nación.

Las mutaciones constitucionales de los años 90 en adelante hicieron su obra jurídica pro-personas individuales y actores de la globalización. El poder del estado se redujo en la medida de su vaciamiento y captura, lo que puso en predicamento a la nación, las mayorías sociales y la base originaria de pueblos y comunidades indígenas y afromexicanos.

El capítulo que estamos viviendo desde 2018 debe ser entendido a partir de aquel contexto histórico.

Revertir el hipo-presidencialismo y la fragmentación del poder que dejó la prolongada caída del sistema de partido hegemónico, además en condiciones económicas e internacionales cambiantes e inciertas, ha conducido a reconcentrar autoridad para reordenar el juego sociopolítico y recuperar capacidades extraviadas.

Es ese valor, en el que se entrecruzan prioridades de seguridad nacional e interés público, en el que una nueva mutación constitucional exige máxima coordinación entre poderes e instituciones, compensar el estado liberal con el estado social, de género e intercultural, como condición concurrente para preservar derechos y libertades fundamentales. Hacia allá se dirigen reajustes a textos constitucionales locales como es el caso de Oaxaca.

La transformación en curso plantea y aplica respuestas radicales e inéditas en tanto remedios fuertes a problemas estructurales y coyunturales que el neoliberalismo no resolvió, toleró, estímulo o agudizó, sin embargo de algunas buenas aportaciones.

Una clave de bóveda parece estar en la reconstrucción de un estado vigoroso, democracia extensiva, incluyente e intensiva, activada por la acción popular para recuperar una nación sometida a intereses extractivos, criminales, neocoloniales y neoimperiales.

La caída final y sustitución del antiguo régimen político, que la transición democrática prolongó, exige refundar el régimen jurídico. Acaso estamos a la mitad de ese colosal proyecto.

Sin ninguna certeza posible de que seremos exitosos en esta nueva apuesta, está claro que en ello estamos empeñados.