Hay muertes que pesan como si fueran colectivas. La noticia del fallecimiento de Teresa Columba Ulloa Ziáurriz nos atraviesa a todas las que alguna vez nos reconocimos en su voz, en sus denuncias, en su obstinación luminosa por arrancarle poder al sistema que esclaviza a mujeres y niñas. La noche de este domingo, en la Ciudad de México, se apagó la vida de una de las feministas más feroces que ha dado América Latina y, aunque su cuerpo descanse, su legado sigue latiendo en las calles, en los tribunales, en los refugios, en la memoria de quienes aprendimos a nombrar la violencia gracias a su insistencia. Hay pendientes, como abundar en los vientres de alquiler como una modalidad de trata más vigente que nunca.
No fue una defensora de escritorio, ni una abogada de salón. Teresa Ulloa bajó al barro, se sentó con las víctimas, las incorporó a la lucha, nunca las juzgó, caminó las colonias donde nadie quería mirar y escuchó el horror de la trata con una paciencia y una furia que convirtieron cada testimonio en pólvora política. Fundó Populares A.C., ese espacio pionero donde creó un modelo comunitario que armaba a las mujeres con herramientas jurídicas, atención en crisis, cuidados de salud reproductiva y, sobre todo, liderazgo. Así nacieron las promotoras comunitarias, un ejército civil de resistencia femenina que enfrentaba la violencia con la palabra, con el conocimiento y con la osadía de estar vivas.
Desde ahí, Teresa levantó su voz hasta convertirla en eco continental. Dirigió la Coalición Regional contra el Tráfico de Mujeres y Niñas (CATWLAC) y formó parte de consejos nacionales e internacionales donde su opinión era siempre un aguijón incómodo contra la indiferencia. También litigó miles de casos, se dice que más de 25 mil víctimas encontraron refugio en su espada y escudo. Escribió contrainformes demoledores contra el Estado mexicano y llevó la causa de las mujeres hasta Naciones Unidas, donde en 2005 fue una de las ponentes en la evaluación de la Declaración del Milenio. Ese mismo año, fue nominada al Premio Nobel de la Paz, junto con otras 999 mujeres del mundo.
Su vida estuvo hecha de luchas y de páginas. Publicó libros, coordinó campañas, creó caricaturas educativas como ‘Yo digo sí, yo digo no’, y enseñó a nuevas generaciones de juristas y activistas en la Universidad Iberoamericana. Desde los salones de clase hasta las oficinas de la ONU, Teresa repitió una verdad incómoda: los derechos de las mujeres no son opcionales.
En los últimos años denunció otra forma de esclavitud moderna: los vientres de alquiler. Afirmaba, con crudeza, que no es una elección libre ser pobre o morir de hambre. Y que, como la prostitución, esta práctica se erige sobre la desigualdad que devora los cuerpos de las mujeres empobrecidas.
Tenía 75 años. Nació en 1948 en la Ciudad de México y ahí mismo murió. Se decía feminista de izquierda, abogada y pedagoga de formación, pero esas credenciales apenas rozan lo que realmente fue: una combatiente que entregó más de cinco décadas a la defensa de la dignidad humana, aunque para ello tuviera que mirar de frente al dolor más brutal. Las niñas, adolescentes y mujeres que resignificaron sus caminos, fueron el pilar para transformaciones profundas así como para derribar el mito de la “voluntad” o el “deseo” de ser explotada.
Las feministas nos quedamos hoy huérfanas de su voz, pero sostenidas por la certeza de su legado. Y yo, en lo personal, siento una punzada íntima:
La conocí cuando yo tenía apenas 16 o 17 años y me asumí férrea combatiente de la trata sin entender el fenómeno del todo. Admiré su lucha, inspiró la mía que después se tornó distinta. Me duele su partida. El vacío que dejan aquellas que nos preceden, apenas y puede consolarse con el legado y con la promesa de honrar su lucha en todas las batallas restantes.