México camina en dos planos que no coinciden. Arriba, en la superficie institucional, la presidenta Sheinbaum sostiene cerca del 70% de aprobación. Un respaldo abrumador. Una legitimidad construida con constancia, disciplina y un discurso de continuidad ordenada. Sin embargo, abajo —en el territorio movedizo del mundo digital— la temperatura es otra: fragmentada, impredecible, emocionalmente saturada. Ahí, la aprobación no pesa, la obra no habla sola, la razón no compite en igualdad de condiciones. Se respira irritación. Lecturas distorsionadas. Y un clima de confrontación que no se disipa aunque los datos sean contundentes.

Primero. La presidenta Sheinbaum gobierna desde el techo de la política que no se ve a menudo. Los niveles de respaldo que Sheinbaum tiene permitirían, en otro contexto, moverse sin sobresaltos. Pero México no es ese contexto. Aquí la legitimidad del sistema convive con el clima que se altera con facilidad, donde los avances generan sospechas y cualquier dato se vuelve objeto de discusión. Sheinbaum ha intentado ordenar el debate desde la mañanera. Desmonta falsedades, muestra documentos, corrige las cifras que superan lo que corresponde, Sheinbaum explica las decisiones. Y lo hace con método, sin estridencias, con su propio estilo. Pero el problema no está en el esfuerzo; está en el medio que lo recibe. En las redes sociales la gente no procesa la política como información. Los usuarios tratan la política como el estado de ánimo. En ese momento los datos se vuelven ecos, los logros desaparecen, las aclaraciones aparecen como los visitantes que llegan tarde. La presidenta tiene razón. Al menos con bastante frecuencia. Pero la conversación en la red no sigue la evidencia. Sigue la simplificación de los sentimientos. El país real la apoya. Una parte del país digital la cuestiona. La fractura no es de razón; la fractura es de sentido. La fractura se nota en el tono de los comentarios, se nota en la forma en que se corta la información, se nota en la rapidez con que se extiende el enojo. La polarización sigue al poder aunque la gente acepte el poder, aunque la obra esté a la vista. Gobernar hoy significa gobernar también esa sombra, porque la estabilidad ya no depende solo de resultados, sino del clima emocional que los envuelve.

Segundo. El ecosistema de la red alimenta la irritación. Trata la irritación como un recurso que se renueva. Las redes sociales no amplifican verdades; amplifican emociones. Detractores que en el mundo real no ganan elecciones, en el digital posicionan sus mensajes no importa si son o no ciertos. Las redes no premian el argumento preciso; premian la provocación breve. En ese ecosistema, la desinformación tiene ventaja natural: es más rápida, más ligera, más viral. Un rumor puede recorrer el país en minutos; una aclaración necesita tiempo, contexto, atención. Y ese tiempo —el del matiz, el de la explicación pausada— ya no existe en la conversación pública. En ese escenario, la presidenta enfrenta un límite estructural: su estilo serio compite contra un mercado de hipérboles. Puede mostrar pruebas, exhibir documentos, contrastar versiones. Pero en redes, la verdad compite en desventaja. La mentira irrita; la verdad ordena. Y lo que irrita circula más. La polarización se alimenta justo de esa lógica: del dato arrancado de su contexto, del video editado, del fragmento que confirma un prejuicio. Reducir la brecha significa entender que la conversación digital necesita otro tipo de intervención: más voces, más rapidez, más emoción. Se requieren voces diversas que hablen en distintos tonos. Mensajes visuales que conviertan decisiones complejas en historias simples. Explicaciones que lleguen antes del problema, no explicaciones que recojan los pedazos después. En las redes sociales no basta con tener razón. Hay que saber entrar al pulso del día sin perder la compostura, sin caer en la trampa de la estridencia, sin conceder el territorio emocional que otros ocupan con facilidad. Mientras la conversación pública siga regida por la lógica de la irritación, la presidenta correrá el riesgo de gobernar bien y parecer que gobierna mal.

Tercero. Los discursos formales no quitan la polarización. Cuando la política no busca reflectores, la polarización disminuye. Cuando los encuentros pequeños entre los sectores que hoy se sienten desplazados ocurren, la polarización disminuye. Cuando los académicos piden ser escuchados más allá del ritual oficial, la polarización disminuye. Cuando los colectivos sociales, aunque no sean muchos, influyen en la conversación digital, pasa lo mismo. En esas mesas pequeñas —las que no se graban, las que no buscan aplausos— la polarización empieza a ceder. La presidenta tiene un margen que pocos han tenido: legitimidad, continuidad, estabilidad. Puede usarlo para mover el eje de la conversación del conflicto hacia la unidad en la diversidad. Para recuperar la idea de un proyecto que incluya, sin diluirse, a quienes dudan. La polarización disminuye cuando el gobierno deja de responder a cada provocación. No se trata de neutralizar la crítica —sería absurdo— sino de desactivar la noción de que todo es conflicto, incluso lo que no lo es. La gobernabilidad se fortalece cuando la conversación deja de girar alrededor del enojo y se mueve hacia la posibilidad. Si Sheinbaum logra controlar ese clima emocional —sin estridencias, sin concesiones vacías, sin confundir diálogo con debilidad— podrá compaginar lo que México ve con lo que diversos sectores sienten. Tal vez entonces los dos países que hoy viven sin tocarse empiecen a mirarse en el mismo espejo.

@evillanuevamx

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