En su ruta autoritaria, el régimen político mexicano pasa por una etapa de ruptura democrática. El modelo que se instrumenta se asemeja a lo que se planteaba entre el paso del capitalismo al comunismo, en el sentido de tomar el viejo aparato del Estado para reconvertirlo a través de la dictadura del proletariado.
Desde luego que no se plantea una transmutación para realizar una mudanza del capitalismo al comunismo; en cambio, sí se formula dejar atrás el modelo de la democracia liberal para conducirnos hacia un autoritarismo de corte populista, que se sirve de la institucionalidad construida en el trayecto transicional que logró una reconversión desde un autoritarismo de corte presidencialista con un partido hegemónico, para finalmente encaminarse a la formación de un régimen presidencial sujeto a equilibrios, con pluralidad, competencia política y alternancia de partidos en el poder.
Esa institucionalidad propia de nuestra transición política, sirve de fachada solo para la instrumentación de una arquitectura de sustitución que camina por complejos andamiajes que derruyen nuestra constitucionalidad expresada en principios férreos o bases pétreas; se abandona así la división de los poderes, se desaparecen órganos autónomos, se politiza al poder judicial con una falsa democratización y se edifica una supermayoría política en el Congreso de forma ilegal y se derruye la garantía de los derechos humanos que se sustentaba en el derecho de amparo.
Tiene lugar en este momento la demolición del régimen construido durante décadas de transición política y de los acuerdos plurales que los soportaron, en el marco de una labor que pretende mantener la fachada anterior, pero que cambia sus mecanismos de operación e integración. Como lo aconsejaba Lenin en el Estado y la Revolución, se utiliza la vieja maquinaria solo para utilizar su estructura como medio hacia la implantación de un nuevo dominio. En este momento tiene lugar la pauta de la ruptura democrática, pero con una narrativa que declara lo contrario, pues pretende asociarse a un proceso de democratización como fórmula retórica para no admitir la escalada autoritaria que tiene lugar.
Un reciente artículo de la autoría de uno de los máximos exponentes del constitucionalismo en el mundo, Luigi Ferrajoli, publicado en España recientemente, en julio de 2025, lo dedica a nuestro país con el título de “La reforma judicial mexicana: cómo se destruye el estado de derecho”, uno de los párrafos de ese texto menciona que: “…la transformación de la magistratura en un cuerpo de jueces electivos, integrados de hecho en el poder político, es una gravísima regresión, que ha suscitado el estupor y la protesta de toda la cultura jurídica internacional, dado que transforma la democracia mexicana en una autocracia electiva, análoga a la de Turquía de Erdogan o a la Hungría de Víctor Orban”.
Pero lo que parece dar cuerpo a las reformas impulsadas por el gobierno del llamado segundo piso de la transformación, es, en efecto, tomar y dominar el aparto público y sus instituciones; con ello, se pretende -todo indica- el control sobre los excesos cometidos, así como respecto de los actos de corrupción y los abusos que provienen de la administración precedente, y sobre los cuales cada vez existen más evidencias.
La ruptura democrática que impulsa la administración significa su propia supervivencia ante los escándalos del huachicol fiscal, la corrupción de Segalmex, las brutales evidencias del cartel de La Barredora en Tabasco, por solo citar algunos de los casos más emblemáticos de una corrupción galopante que se expandió sin freno. Se pretende cubrir la impunidad de sus grandes exponentes que integran buena parte de la cúpula política del partido en el gobierno.
En este sentido la democracia populista y de corte plebiscitaria que surge como reemplazo del régimen anterior se erige, en primer lugar, como garantía de impunidad; en segundo lugar, como predominio de una fuerza política que busca perpetuar su dominio sin ser contrastada; en tercer lugar, como una legitimación que se apropia del pueblo, aunque este siga manteniendo su perfil plural y de diversidad de corrientes en su vocación y preferencias.
Debe recordarse que la palabra más repetida en el nazismo fue, precisamente, la de pueblo; todo se hacía a nombre de él y se pretendía que el propio nazismo lo integraba y representaba: en ese contexto, la disidencia era considerada traición, pues no había lugar a la diversidad de puntos de vista, a la existencia de otros partidos y al ejercicio de libertades: el pueblo constituía una reducción política para agrupar a los fieles a su ideología y para repudiar a los que opinaban distinto. El pueblo como una agrupación y conglomerado uniforme, adoctrinado y fiel a la ordenanza del gobierno.
A semejanza de lo anterior, el partido en el gobierno repite hasta el cansancio que representan al pueblo y que él les otorgó la representación que ostentan; aunque no sea así. ¿Qué pasa entonces con la otra parte del pueblo que no votó por ellos y que se acerca a la mitad de los votantes?
Es claro, estamos en medio de la ruptura democrática y en la vía del autoritarismo populista que se construye por el sendero cadencioso y precipitado de las reformas legales y constitucionales. Lenin recomendaba tomar el aparato del Estado… Lo están haciendo. Pero no hay problema, la jefa de gobierno ya dijo que “México es el país más democrático del mundo”.




