El asesinato de Carlos Manzo expone la crudeza y el abandono institucional que Michoacán sufre desde hace décadas.
Mientras el pueblo encendía velas para honrar a sus muertos, la violencia apagó su luz en las inmediaciones de la Plaza Morelos de la ciudad de Uruapan del Progreso en la entidad michoacana. Manzo Rodríguez caminaba junto a su familia durante el Festival de las Velas anoche cuando fue abatido sin que nadie pudiera evitarlo.
Semanas antes, el exdiputado federal por Morena había denunciado amenazas y había implorado protección al gobierno estatal y federal. Nadie respondió con la urgencia que su caso requería, sus advertencias se extraviaron entre oficios, protocolo y silencio cómplice.
La historia del político distanciado del morenismo, movimiento político que lo llevó a la legislatura pasada hasta el Congreso de la Unión, no difiere de la de muchos otros funcionarios y ciudadanos que viven sitiados por el crimen organizado. En Michoacán, el miedo gobierna los espacios donde los grupos armados dictan sus propias normas.
En la víspera, un enfrentamiento en La Ruana, Buenavista, privó de la vida al campesino Alejandro Torres Mora, quien defendía a los productores limoneros de la extorsión sistemática de estos grupos criminales que se distribuyen por la región y que llegan hasta la frontera con Guatemala, pasando por la capital del país.
Dos años atrás, en ese mismo municipio, el tío de Alejandro, Hipólito Mora –histórico fundador de los grupos de autodefensa de Michoacán– fue asesinado en un ataque armado, el cuerpo de Hipólito quedó horas consumiéndose entre las llamas en el vehículo en el que viajaba, antes de que alguna autoridad llegara hasta ese lugar.
En 2008, en plena celebración del Grito de Independencia, dos granadas de fragmentación estallaron en el centro de la capital de Michoacán, Morelia; este atentado privó de la vida a ocho personas y dejó lesionadas a más de 130 personas que se encontraban en aquella plaza pública.
En este contexto, el gobernador Alfredo Ramírez Bedolla responde con evasivas. Su administración repite el discurso de “coordinación interinstitucional”, pero la realidad en las calles contradice cualquier intento de autoelogio.
Por su parte, la mandataria federal Claudia Sheinbaum Pardo guarda un silencio que inquieta. Su promesa de mantener la línea ética del movimiento que encabeza se diluye cuando la impunidad asesina alcaldes sin que la Federación asuma la gravedad del fenómeno.
En Michoacán, como en Guerrero o Zacatecas, en la zona metropolitana del Valle de México, y en varias regiones del país, la población vive atrapada entre la violencia criminal y la desatención gubernamental. Las carreteras son zonas de riesgo, los comercios pagan cuotas y los alcaldes gobiernan bajo amenaza. No existe una política de seguridad coherente, sino parches improvisados que fracasan una y otra vez.
Durante los sexenios anteriores, los informes de derechos humanos documentaron ejecuciones extrajudiciales, desapariciones y tortura. Hoy, las cifras cambian de nombre, pero no de tragedia. La continuidad del horror es la constante más clara de nuestra historia reciente.
Es claro que la violencia en Michoacán no es nueva. Desde los años de “Los Caballeros Templarios” hasta la expansión de los cárteles locales, el Estado nunca logró recuperar el control territorial. Cada gobierno prometió hacerlo. Ninguno cumplió.
Frente a esta realidad, las palabras de Carlos Manzo resuenan con más fuerza: pedía auxilio y recibió silencio. Pedía Estado y obtuvo burocracia. Pedía vida y encontró la muerte.
Las instituciones mexicanas parecen incapaces de garantizar derechos básicos. En lugar de reconstruir las policías, se recurre al despliegue militar como sustituto de una estrategia integral. Pero la militarización no construye paz; la posterga.
La ciudadanía michoacana merece algo más que condolencias. Merece justicia, memoria y reparación. Merece un gobierno que la mire de frente y no la abandone en manos de los criminales. ¿Cuántos alcaldes más deberán morir para que el Estado ejerza la seguridad y garantice la vida de las personas?
Quizá el ejemplo de Cherán, con su autogobierno y sistema comunitario, sea la advertencia más clara: cuando el Estado no protege, la sociedad se organiza. Y cuando la sociedad se organiza, el Estado pierde legitimidad.
*Periodista | @JoseVictor_Rdz
Premio Nacional de Derechos Humanos 2017.


