Hola queridos amigos:
El pasado 7 de septiembre, después de 19 meses de lucha incansable, pude ver a mis cinco hijos por primera vez. Una hora. Sesenta minutos. No hubo abrazos ni besos ni caricias. Solo miradas, voces, reclamos… y un mar de emociones contenidas.
Pero ahí estaban. Mis hijos. Mis cinco pedazos de alma.
Jamás imaginé que la vida me arrancaría de su lado de esta forma tan cruel. Que tendría que volver a verlos en un centro del tribunal, supervisada, como si fuera una extraña para ellos… como si no hubiera sido yo quien los llevó en el vientre, quien dejó todo —carreras, maestría, ascensos— por cuidarlos, por amarlos incondicionalmente, incluso cuando no había tiempo ni para dormir, comer o bañarme.
Nadie nos prepara para perder a un hijo… menos aún cuando están vivos y no puedes verlos ni hablarles ni abrazarlos.
Durante estos 19 meses, enfrenté amenazas, órdenes que me prohibían acercarme, advertencias de cárcel, documentos falsificados, puertas cerradas, silencios cómplices. Mendigué justicia con el alma hecha pedazos.
Y hoy, por fin, pude ver sus caritas, sus manitas; oír sus voces. Voces cargadas de reproches, de palabras que no nacen de ellos, sino de quienes los han usado para herirme a través de lo que más amo.
No fue el reencuentro soñado. No fue justo, no fue tierno. Pero fue un paso... El primero.
Hoy me duermo con el corazón roto, pero lleno de esperanza. Porque aunque no me abrazaron, me vieron; me oyeron. Porque sigo de pie. Porque aún hay luz. Porque mi maternidad —interrumpida brutalmente— comienza, poco a poco, a abrirse camino otra vez.
No deseo que ninguna madre tenga que volver a conocer a sus propios hijos en estas condiciones. Pero si este es el inicio, lo abrazaré con todo mi amor. Porque sigo siendo su madre. Y lucharé hasta que el amor que nos une, más fuerte que cualquier mentira, nos devuelva el abrazo que tanto nos deben.