Con el lamentable atentado que sufrió en días pasados el periodista Ciro Gómez Leyva, se dibuja una ruta sumamente peligrosa que se inscribe a partir de la concatenación de sucesos en curso.

Desde luego, la polarización de la sociedad desde la retórica del gobierno promueve una escisión extrema entre quienes detentan causas legítimas y que deben ser promovidas, con relación de los que están en la condición opuesta de modo que sus posturas e intereses se degradan y hasta deben ser combatidos; los primeros requieren ser tomados en cuenta en la perspectiva de las políticas y programas del gobierno, en tanto los reclamos y propuestas de los segundos deben ser aplazadas o, incluso, repudiadas, desacreditadas y exhibidas.

El otro suceso, el que tiene que ver con la inseguridad, deteriora el cumplimiento de la ley y el respeto a las autoridades, debilita el Estado de derecho, abre la puerta y genera incentivos para que se ejerza la justicia de propia mano como el medio para resolver conflictos y querellas, máxime si se combina con la impunidad; de igual forma, tiende a generar un camino paralelo al de la economía de mercado para formar patrimonio mediante el robo, el fraude, la extorsión, etc.

A su vez, la violencia se inscribe, en esa óptica, casi como un acontecimiento natural o resultado obvio del ejercicio de polarizar a la sociedad y de un entorno de inseguridad. No se sabe la motivación que existió, ni la autoría material del atentado en contra de Ciro Gómez Leyva, pero lo que sí es conocido es el ambiente de desacreditación de los periodistas críticos desde la esfera gubernamental y que ello genera una atmósfera que propende a considerar legítimo y hasta positivo el enderezar ataques contra personajes que, desde esa narrativa, deben ser desacreditados y execrados.

La cadena que se construye desde los eslabones de la polarización, de la inseguridad y de la violencia puede llevar con mucha facilidad al terrorismo como fórmula extrema de la violencia focalizada, de introducción de reclamos desatendidos, y como medio paralelo de lucha política para influir y dominar la acción del Estado; así la ruta que lleva a la institución política por excelencia, acaba por plantear un Estado de excepción que desmantela al derecho y a las normas jurídicas, que justifica el gobierno por la fuerza discrecional que ejerce, sin regulación ni límites.

La intimidación que se realizara contra Gómez Leyva trasciende el hecho mismo. En el contexto en que ocurrió es un indicador que otorga visibilidad al momento en que nos encontramos y de la responsabilidad de todos, especialmente del gobierno, por construir un entorno de entendimiento y de convivencia regulada por el derecho como el medio más valioso para gozar de certidumbre en la vida diaria. En alguna de las hipótesis lanzadas por el propio gobierno, éste señala que pudiera ser una medida para afectarlo, lo que supone percibir el recurso de la violencia como heraldo de mensajes políticos.

Sea como sea, es claro que nos encontramos ya en un territorio complejo y en el cual se sigue atizando la hoguera con una polarización que tiende a convertir en adversarios y enemigos del gobierno a ciertos grupos sociales, a personas que se dedican a actividades ejercidas por personajes o grupos que son recriminados desde la esfera oficial y que, convertido en ideología el discurso que pretende sustentarlo, tiende a gestar un “ethos” que justifica la descalificación de colectivos y personas en específico. Inflamada la pretendida desacreditación de la otredad que merece algún tipo de sanción o castigo, la acción justiciera parece ser un invitado natural a la mesa del ajuste de cuentas.

Prueba la historia que la violencia y el terrorismo no surgen por generación espontánea y que, por el contrario, se desencadenan en ambientes y condiciones que los hacen posibles y casi los impulsan. Es el caso de lo que ahora ocurre en el país en cuanto el hervor de un caldo de cultivo para desencadenar procesos más graves de los que hasta ahora se han experimentado, que ya otean en el horizonte y que pueden llevar a los ajustes de cuentas como consigna de los más radicales.

Es en ese sentido que siempre se ha considerado como un riesgo que desde el gobierno se impulse una ideología, discurso o visión que polarice a la sociedad, pues el encono que de ahí tiende a desencadenarse se convierte en terreno fértil para el surgimiento de sectas y de grupos radicales o extremos. Por eso, y no por una postura blandengue, pueril, insulsa o idílica, se considera la pertinencia que el gobierno impulse una política de conciliación en vez de erigirse como instancia que llama a la confronta; pues el terreno para perseguir a quienes cometen ilícitos es el derecho y los procesos judiciales que éste contempla; no lo es, y no conviene que lo sea, el espacio justiciero como cometido del gobierno.

Es de lamentar lo que le ocurrió a Ciro; debe reclamarse seriedad, efectividad, transparencia, objetividad y certeza a la investigación que realice la autoridad. También debe percibirse como una señal para conjurar la peligrosa ruta que se dibuja a través de una cadena que se eslabona desde la polarización como política de gobierno, de la inseguridad, de la violencia y del riesgo que este sea camino para arribar al terrorismo y de ahí a un Estado de excepción.

Es claro, no es tarea del gobierno polarizar; por el contrario, su cometido es conciliar. Insistir en lo primero es hacer sonar los tambores de guerra.