Una de las características de este gobierno es la impulsividad y condición intempestiva, pues parece decidido a mantenerse alejado de las pautas institucionales, de la observancia de una disciplina inscrita en las políticas públicas y del dominio que marcan las disposiciones legales; para hacerlo toma decisiones desenfadadas, contraviene determinaciones de entidades y de otros poderes, para lo cual plantea su predominancia a través del sistema de controversias, no sin antes advertir e intimidar a integrantes de las instancias decisorias de los otros órganos.

Para tipificar esa modalidad de gobierno y con cierta alegoría a lo que Octavio Paz caracterizó en su momento como “Ogro Filantrópico” en referencia al estilo del post revolucionario de conducción del Estado, he referido al “Ogro Exabrupto”. Sí, se trata de un estilo indómito que busca prevalecer y que se asienta en una especie de reedición de los sistemas de caudillaje o cesaristas que han existido en diversas partes del mundo y, especialmente, en América Latina.

El cesarismo convive con el populismo, es cercano al caciquismo y al dominio tipo carismático o de caudillaje que se asienta en el culto a la personalidad y, por eso mismo, vive con recelo hacia el marco de las instituciones y de las normas legales. El presidencialismo mexicano tiende a construir afinades con esa modalidad, pues entrona cada seis años a quien ocupa la presidencia y genera en torno de él todo un sistema que aprovecha facultades y prerrogativas que están a su alcance para establecer un “Imperium”.

De ahí que buena parte de los esfuerzos para democratizar el régimen político hayan pasado por la idea de evolucionar del presidencialismo como exacerbación de las facultades constitucionales y metaconstitucionales del jefe del Poder Ejecutivo, al acotamiento de las mismas desde la óptica estricta de un régimen presidencial, que impone su convivencia con los otros poderes e instancias institucionales, en un marco de sometimiento al derecho y en circunstancias de un despliegue que se realiza en el marco del equilibrio y contrapesos.

Uno de los factores clave del presidencialismo mexicano fue el de su imbricación con el sistema de partido hegemónico, entendiéndose por éste no sólo la predominancia de un partido, sino además las condiciones que prohijaron y garantizaron su permanencia en el poder; de ahí que un autor como Sartori haya inscrito a los sistemas de partido hegemónico dentro del grupo de aquellos que se distinguen por su rasgo no competitivo. Quiere decir que un partido permanece en el poder porque no hay una competencia política efectiva.

Sin lugar a duda, en buena medida así fue con el PRI, al grado que cuando se presentó la posibilidad de su desplazamiento del gobierno por la vía electoral en 1988, lo que permitió que esa posibilidad fuera conjurada corrió a cargo de un mecanismo de calificación de las elecciones en donde la Cámara de Diputados, conformado por una mayoría de la fuerza política que estaba en la presidencia de la República, proclamó el triunfo que le permitió a ese mismo partido mantenerse en el poder. En efecto, el sistema era no competitivo.

En ese marco, puede entenderse que la evolución que observó la democracia electoral mexicana se haya expresado en el traslado de un sistema no competitivo de partidos a otro caracterizado por la competencia política. Las normas electorales fueron la clave en ese traslado o transición y ello se significó especialmente en la reforma de 1996, cuando se otorgó plena autonomía al entonces IFE y se le desvinculó del gobierno, también con la instrumentación consolidada de un método jurisdiccional para la calificación de las elecciones, y el financiamiento preferentemente público en condiciones de equidad a los partidos políticos, entre otros importantes factores.

Ahora que se va a una reforma electoral inconsulta con las otras fuerzas políticas y que encamina su aprobación por el respaldo mecánico de la fuerza política en el gobierno, y en donde se debilita al órgano electoral, se materializa el viejo fantasma de la hegemonía como sistema que está destinado a asegurar la permanencia del partido en el poder y que, para hacerlo, regresa sus pasos hacia el sistema no competitivo.

Esa es la circunstancia de la reforma electoral que se pretende aprobar más allá de los ahorros que pueda generar. Brindará ahorros, pero su costo político será brutal.

El “Ogro Exabrupto” construye su hegemonía.