No es común en el mundo que los ciudadanos de a pie, es decir, aquellos que no son juristas ni especialmente interesados en los asuntos públicos, conozcan los nombres de los ministros de la Suprema Corte. A diferencia de los funcionarios de elección popular, los jueces y magistrados no responden a niveles de popularidad, sino que son responsables de interpretar la ley, salvaguardar la Constitución y de servir de contrapeso contra probables abusos de autoridad.

No es así en el caso de México. Desde aquel anecdótico relato en el que Norma Piña no se levantó de su asiento para rendir homenaje a AMLO, el expresidente decidió convertir a la presidente de la Corte en uno de los principales enemigos del obradorismo.

Sin embargo, fue la decisión de la Corte de invalidar el decreto presidencial de adscribir a la Guardia Nacional a la Sedena lo que suscitó la rabia del expresidente. No se requieren estudios pormenorizados en derecho constitucional mexicano para comprender que la decisión del Poder Judicial no fue política, sino estrictamente jurídica, pues la propia Constitución leía, a la letra, que las responsabilidades de aquella tenían que ver con asuntos de seguridad pública.

Más tarde las controversiales decisiones relacionadas con la industria eléctrica y el plan B dieron de nuevo cuenta en torno a la voluntad de la mayoría de los ministros (con las penosas excepciones de Yasmín Esquivel, Lenia Batres y Loretta Ortiz) de ceñirse a la ley y de no doblegarse ante Palacio.

A partir de ese momento, AMLO, fiel a su instinto populista y a sus ansias de desmantelar el Estado de Derecho, emprendió una campaña brutal de desprestigio contra Piña y unos ministros cuyas acciones derivaban de la interpretación de una Carta Magna que sería más tarde tratada como papel higiénico.

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La campaña desproporcionada de odio contra Piña alcanzó un nivel que su nombre se volvió conocido por todos. Se le reconoce hoy, entre el obradorismo y, desafortunadamente, en una parte importante del electorado mexicano, como representante de una “corte de élites”.

La nueva Corte asumirá sus funciones el próximo 1 de septiembre. Atrás habrán quedado los tiempos en que un puñado de hombres y mujeres alzasen la voz para imponer contenciones a un poder presidencial sediento de expandir sus tentáculos en la vida nacional. Se vaticinan periodos aciagos en términos del Estado de derecho y de la independencia judicial.