La mañanera de este 22 de diciembre contuvo un mensaje congruente sobre el nepotismo marital y las gubernaturas por parte de la presidenta Claudia Sheinbaum, quien expresó su postura sobre la llamada Ley Esposa y dijo que este tipo de reformas no son necesarias en el país. La iniciativa promueve la elección de cónyuges de los actuales gobernadores bajo el principio de alternancia de género.

“No creo que hagan falta este tipo de leyes, más allá de la constitucionalidad o no. Creo que con el acuerdo que tomó el Instituto Nacional Electoral (INE) que tiene que venir en una reforma electoral, de que los partidos tengan que proponer a la mitad de sus candidatas mujeres y a la otra mitad, hombres”, dijo la presidenta y precisó que al cumplir con la cuota de género, habrá suficientes mujeres gobernadoras quienes antes serían candidatas.

“Para evitar cualquier cosa de que se está orientando o que se está evitando que una persona participe, no creo que sea necesario que se legisle la alternancia hombre-mujer, mujer-hombre”, así lo dijo.

El hecho es que la alternancia tiene dedicatoria entre líneas, con motivaciones que no forman parte de la exposición de motivos y convierten la arena política en otro territorio de reproducción del patriarcado, pues refuerzan la idea de que el único camino de ascenso exitoso para las mujeres depende de sus relaciones personales y al mismo tiempo, que gobernar es un asunto de turnos en los que borran posibilidades de que una entidad sea gobernada por mujeres de manera sucesiva, como ocurrió en la Ciudad de México cuando después de la extraordinaria administración de Claudia Sheinbaum, ahora presidenta, Clara Brugada arrasó y llegó a la jefatura de gobierno como la segunda mujer electa.

La misoginia encubierta de la Ley Esposa implica también que para las mujeres no hay piso parejo pues aunque hayan algunas trabajando por candidaturas, preparándose profesionalmente y haciendo territorio, alguna otra mujer que sea elegida como pareja podrá superarla rápidamenta.

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El patriarcado, de hecho, se ha sostenido mediante la competencia permanente entre las mujeres por ser elegidas por quienes tienen el poder. Así, el condicionamiento desde pequeñas para todas las mujeres en el sistema patriarcal implica esforzarse y contenerse en equilibrio proporcional a la satisfacción masculina. Esforzarse en ser más lindas, más tiernas, más obedientes, más complacientes, más femeninas y más de aquello que a los hombres de su entorno, especialmente al padre, le agrade. Contenerse en ser menos enojonas, menos “mandonas” o menos firmes y fuertes sobre límites, menos lo que sea que le moleste al patriarca y en esa programación, el lugar del patriarca pasa del padre al marido.

La falsa sensación de equidad que se logró gracias a las reformas de paridad de género se estampa con la realidad de satisfacer al más poderoso para así acceder al poder. En la misma lógica patriarcal, incluso las mujeres jóvenes y las niñas podrían mirar un choque de narrativas: la presidenta es presidenta sin necesidad de que un marido o padre le haya dado o facilitado el cargo. Pero las mismas niñas observan que en Nuevo León o San Luis Potosí, hay que ser esposa para llegar a gobernadora.

Aquello, impensable, inaceptable.