Durante las últimas semanas se han ido acumulando señales —unas discretas, otras abiertas—, que apuntan a un mismo fenómeno: la derecha pro-Trump avanza en el mundo y en particular, en nuestro subcontinente. No es una moda ni un sobresalto temporal; es un movimiento cultural, electoral y geopolítico que está tomando forma, y que muchos gobiernos, especialmente los de corte estatista, se niegan a leer con claridad.

Lo ocurrido en Honduras, las declaraciones de Trump en días recientes, la filtración en Chile y el nerviosismo evidente de ciertos liderazgos de izquierda en Sudamérica, son parte del mismo cuadro. Y ese cuadro tiene un mensaje que conviene repetir con seriedad: México no es la excepción ni puede pretender serlo.

Es, más bien, uno de los puntos centrales de lo que viene. Honduras, visto desde fuera, parecía una elección más en Centroamérica. Pero si uno observa con más atención, el resultado refleja un movimiento que se está repitiendo en la región: sectores que antes se mantenían fieles a ciertas banderas progresistas, ahora migran hacia discursos de orden, identidad y soberanía.

No es nostalgia, ni hartazgo aislado. Es un corrimiento de placas que se siente en varios países al mismo tiempo.

En paralelo, Trump declara que su objetivo es “restaurar la fuerza del hemisferio occidental”. No lo dice al aire: lo acompaña con movimientos diplomáticos, militares y narrativos. Cuando un líder como él pone los ojos en la región, la región cambia.

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Una supuesta filtración de audios de Whatsapp en las elecciones de Chile nos hace ver una reacción de la izquierda casi idéntica a la que se vio en Perú, Argentina, Uruguay, Paraguay, Colombia o Brasil: todos se pronuncian en favor de detener al trumpismo.

Inteligencia artificial (dicen ellos) o realidad, los gobiernos progresistas del sur del continente, todos, comienzan a admitir en privado que está ocurriendo un reacomodo ideológico hemisférico, aunque públicamente intenten negarlo.

Mientras esto pasa en la región, México atraviesa su semana política más complicada en meses:

• Crisis por temas diversos sucediendo en forma simultánea

• Fractura interna en Morena

• Tensiones sociales reales

• Señales contradictorias en política exterior

• Desgaste acelerado en la conducción gubernamental

En otro momento de la historia, estas crisis se explicarían como problemas domésticos. Pero hoy, en un hemisferio que se mueve hacia nuevos polos ideológicos, las vulnerabilidades internas se vuelven vulnerabilidades geopolíticas.

México es un país de 130 millones de habitantes, con frontera directa con Estados Unidos y un peso simbólico imposible de ignorar.

Para cualquier proyecto político norteamericano, incluido el movimiento pro-Trump, México no es un país más: es pieza decisiva. Y si México se debilita hacia adentro, el impacto hacia afuera es inmediato.

Lo que uno esperaría del régimen, frente a un reacomodo hemisférico de esta magnitud, es claridad estratégica y densidad de Estado.

Pero lo que vemos es otra cosa:

• Decisiones improvisadas (o al menos así se perciben)

Comunicación errática

• Ruptura de la cohesión interna

• Agenda secuestrada por eventos no previstos

• Y una lectura muy limitada del contexto internacional

En un momento donde los gobiernos progresistas del sur ya entendieron que el fenómeno pro-Trump no es pasajero, México actúa como si aún estuviéramos en 2018.

Ese desfase es el problema. Lo que está ocurriendo no es accidental. Es parte de una reconfiguración más grande, donde: la derecha cultural y política toma fuerza, las izquierdas pierden cohesión, el votante latinoamericano cambia de prioridades, y las potencias marcan nuevos alineamientos.

México, por su tamaño, su frontera y su peso geopolítico, no será espectador: será, en todo caso, terreno de disputa. Y en un entorno así, lo que menos puede permitirse es un gobierno que proyecta dispersión, cuando el contexto exige firmeza, claridad y responsabilidad de Estado.