En el escenario complejo de las grandes urbes estadounidenses, pocas contradicciones resultan tan alarmantes como la que se exhibe en la ciudad de Los Ángeles. La metrópoli californiana, conocida por su identidad progresista, su activismo social y su presunto compromiso con las comunidades migrantes, hoy enfrenta un dilema ético e institucional que pone en duda su legitimidad como “ciudad santuario”.
El término “santuario” ha sido adoptado por múltiples ciudades como una declaración de principios frente a las políticas migratorias punitivas del gobierno federal, especialmente aquellas endurecidas durante anteriores administraciones republicanas y ahora renovadas con fuerza bajo el nuevo mandato de Donald Trump. En esencia, implica que los gobiernos locales no colaboran activamente con autoridades federales en tareas de detención o deportación de personas por su estatus migratorio.
Sin embargo, este compromiso simbólico se diluye cuando se observa la conducta del Departamento de Policía de Los Ángeles (LAPD). En fechas recientes, distintas protestas encabezadas por colectivos migrantes y organizaciones defensoras de derechos humanos han sido dispersadas con violencia. Se han registrado detenciones sin sustento legal claro, uso excesivo de la fuerza, y episodios de intimidación que contradicen la narrativa oficial de protección y respeto.
Es aquí donde aflora el doble discurso. La alcaldesa Karen Bass, quien llegó al cargo bajo una plataforma progresista, ha reiterado su apoyo a las comunidades vulnerables, en especial a los migrantes latinos y afroamericanos. Pero sus declaraciones contrastan con los hechos. Porque una cosa es proclamar principios desde el estrado político, y otra muy distinta es garantizar que esos principios se cumplan en el terreno operativo, especialmente cuando involucran a cuerpos de seguridad con estructuras rígidas y culturas institucionales muchas veces ajenas al enfoque de derechos humanos.
Lo que vemos es una fractura interna entre el discurso de inclusión que promueve la autoridad civil y las prácticas autoritarias que persisten dentro de la corporación policial. No se trata de un caso aislado ni de un simple error de ejecución. Es una falla estructural que revela la autonomía —a veces abusiva— con la que opera la policía en muchas ciudades estadounidenses, incluso aquellas que se presumen faros de modernidad y pluralismo.
Resulta sintomático que la represión policial se intensifique precisamente cuando los migrantes se manifiestan públicamente, ejercen su derecho a la protesta o exigen condiciones dignas. En lugar de encontrar una administración sensible, encuentran toletes, gases lacrimógenos y detenciones injustificadas. La criminalización del migrante, en estos contextos, no ha desaparecido: simplemente ha adoptado formas más sofisticadas y menos visibles, pero no por ello menos lesivas.
Organizaciones como la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), junto con colectivos latinos y defensores de derechos humanos, han denunciado reiteradamente estas prácticas. Alertan sobre la colaboración, directa o indirecta, entre autoridades locales y agencias federales como ICE; sobre perfiles raciales en operativos de rutina; y sobre una preocupante falta de transparencia por parte de la LAPD en cuanto al uso de la fuerza y la selección de objetivos durante manifestaciones.
La situación no solo mina la confianza ciudadana, sino que coloca en entredicho la propia viabilidad del modelo de ciudad santuario. Porque ser santuario no puede ser solo una estrategia de marketing político ni una etiqueta conveniente en tiempos electorales. El santuario auténtico exige acciones concretas, mecanismos de control institucional y políticas de no discriminación efectivas. La inclusión no se decreta: se construye y se sostiene, incluso —y especialmente— en momentos de tensión social.
Si la alcaldesa Bass desea mantener la credibilidad de su gobierno, no basta con proclamas progresistas. Es imperativo que emprenda una revisión a fondo del comportamiento policial, establezca protocolos claros para garantizar la protección de derechos civiles durante las protestas y promueva instancias independientes de supervisión que vigilen el uso de la fuerza. La ciudad no puede permitirse seguir tolerando una policía que, en los hechos, actúa como fuerza represora más que como garante del orden democrático.
Además, no se puede perder de vista el contexto político nacional. El regreso de Trump a la Casa Blanca ha reavivado el discurso xenófobo y las iniciativas antiinmigrantes. En ese clima, los gobiernos locales que se asumen como contrapeso moral tienen la responsabilidad histórica de ir más allá de las declaraciones. Los Ángeles, por su relevancia simbólica y su peso demográfico, tiene la oportunidad de ser ese contrapeso… Pero solo si actúa con coherencia.
La migración ha sido, es y será un pilar de la identidad angelina. Millones de personas, en su mayoría de origen mexicano, centroamericano o sudamericano, han cimentado la vida económica, cultural y social de la ciudad. No pueden seguir siendo tratados como piezas desechables, útiles solo mientras no incomoden al sistema. Su derecho a expresarse, a organizarse y a exigir justicia debe estar plenamente garantizado.
La represión a la protesta migrante en Los Ángeles no es un tema menor ni un hecho aislado. Es un síntoma de una crisis más profunda que atraviesa la relación entre gobiernos locales y comunidades vulnerables. Una crisis que exige respuestas claras, firmes y urgentes.
La ciudad debe decidir si quiere ser realmente un santuario o si se resigna a ser un espejismo de inclusión, una fachada progresista que esconde prácticas autoritarias. La dignidad de las personas migrantes no puede depender del clima político ni del cálculo electoral. Debe ser una convicción ética, respaldada con acciones concretas y sostenidas.
En tiempos de retrocesos nacionales, las ciudades tienen la misión de ser bastiones de resistencia y esperanza. Pero para cumplir ese papel, deben comenzar por poner en orden su propia casa. Y en el caso de Los Ángeles, eso implica reformar a fondo su política de seguridad y restaurar la confianza de quienes más han sido golpeados por la desigualdad: los migrantes que la sostienen.
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