Cuando una mujer es agredida, no solo se violenta a una persona: se lastima el tejido de toda la comunidad, ya que, una sociedad que permite la violencia contra las mujeres, renuncia a las bases mismas del respeto y la tolerancia.
Recientemente, mientras la presidenta caminaba entre la gente para escucharnos de cerca, sufrió un ataque de acoso que muestra lo que muchas mujeres enfrentan cada día. Si algo así le pasa a alguien que representa a todo el país, ¿qué estamos permitiendo para el resto de nuestras mujeres? Ese acto no solo vulnera a una persona, vulnera a la dignidad de todas.
El problema no está en si la ayudantía reaccionó rápido o no. El verdadero problema es que una mujer, incluso la presidenta de la República, tenga que salir con seguridad para evitar ser agredida.
¿En qué momento normalizamos que una mujer no pueda caminar libremente sin temor a ser violentada? Esa es la reflexión que debemos hacernos todos: hombres y mujeres, gobierno y sociedad.
Por eso, desde los espacios más básicos –como la familia– tenemos la obligación moral de promover valores que nos guíen hacia una sociedad donde sepamos respetar y nos respeten sin distingos de ningún tipo.
No hay transformación verdadera si seguimos normalizando la falta de respeto, el acoso o la indiferencia. Construir una cultura libre de violencia es responsabilidad de todas y todos: del gobierno, sí, pero más aún de cada ciudadano, de cada familia, de cada escuela...
Cuando practicamos el respeto, cuando cuidamos las palabras y las acciones, estamos edificando el país que soñamos: uno donde la fuerza no se impone, sino que se comparte.
El futuro no se construye con miedo. Se construye con valores, y creo firmemente que una comunidad fuerte se levanta cuando hombres y mujeres compartimos la misma visión, donde la meta sea una vida libre de violencia.



