El proceso de elección popular de los juzgadores que integran el Poder Judicial y del Tribunal Electoral, en el marco de una perspectiva pueril o simplista, pretende la aplicación de un nuevo método para la conformación de dichos órganos tras la búsqueda de mejorar su composición y así elevar la calidad de su desempeño.
Pero las fases que ha recorrido dicho proceso para la reconversión que se plantea, así como la forma de practicarlo y el abrupto traslado de un principio meritocrático y de aptitud a otro de carácter popular electivo, muestra, indudablemente, que la mudanza tiene implicaciones de más alto calado en un contexto de claros propósitos políticos, muy lejos de inscribirse dentro de una óptica reducida a meros aspectos instrumentales.
Se trata de un tema que implica al régimen político, pues si algo ha develado la elección popular de juzgadores es su falta de pulcritud, su distancia respecto del estricto apego a los objetivos que se declaró perseguir y, por el contrario, la intención de convertir la participación de los electores en un medio de legitimación para asegurar la obtención de resultados inscritos en la línea marcada por las evidentes injerencias, así como por la intervención de actores políticos que construyen un mandato alineado al gobierno y a su partido.
Bajo esa mira, las vicisitudes de la elección de juzgadores viene a segundo plano por más que estas sean relevantes y hasta escandalosas, en tanto resulta evidente que se trata de construir un Poder Judicial sometido, incorporado en la órbita del poder ejecutivo y como un órgano que en los hechos se le subordina. Se rompe así la autonomía del Poder Judicial al tiempo que se extravía su capacidad de servir de equilibrio y de contrapeso entre los poderes, lo que en síntesis significa un cambio de régimen político.
El franco despliegue autoritario del gobierno suma así un nuevo alineamiento, pues se agrega al que ya logró con el poder legislativo una vez que obtuvo la integración de la Cámara de Diputados con una brutal sobrerrepresentación del partido en el gobierno, de modo de alcanzar la mayoría calificada; mientras que en la Cámara de Senadores, a través de negociaciones aviesas, por medio del chantaje, la compra y la intimidación, conquistó el traslado que requería para, de igual forma, obtener la mayoría calificada; pero la atrocidad cometida dejó las huellas en las cachas de la pistola, debido a que exhibió la forma burda de lograrlo en una propensión por anteponer el pragmatismo a los principios sin el menor rubor; es decir, con el mayor descaro.
Bajo una formalidad democrática que se alimenta de mecanismos autoritarios, se doblega el régimen republicano, se debilita la institucionalidad; emerge el dominio vertical y se pretende que la voz del pueblo sea la que emite la jefatura de gobierno, recordando aquella frase de Hugo Chávez y después repetida por Andrés López Obrador: “... Ya no me pertenezco… le pertenezco al pueblo…” Así la voz que, se pretende, es el pueblo mismo, no requiere intermediarios, ni representantes, pues el pueblo se fusiona con su líder.
Ahí está la pista del nazismo que emergía en 1933 para después convertirse en régimen político; un inicio cobijado por una institucionalidad democrática que arropó el nombramiento de Hitler como canciller, pero que pronto avanzó para derruir la institucionalidad existente, haciéndose de facultades extraordinarias ante el evento del incendio del Congreso y creando así las condiciones que le aseguraban el triunfo de su partido en las elecciones de marzo de 1933.
El arribo de Hitler a la cancillería y su confirmación en el cargo poco preocupó, pues en 14 años Alemania había tenido 13 cancilleres y más de 20 presidentes; se comentaba que Hitler no era Mussolini, de manera de anticipar un próximo ajuste de gobierno como había venido ocurriendo regularmente.
Pero, una vez que Hitler ganara los comicios y obtuviera con el partido nacionalista la mayoría absoluta, procedió a elegir un nuevo tribunal para los delitos políticos y cuyo abogado defensor debía ser nombrado por el departamento legal del partido, al tiempo que el tribunal del pueblo tendría 7 jueces, cinco de los cuales pertenecían al partido.
Carl Smith que era considerado una de las grandes figuras del pensamiento y que apoyó a Hitler, justificaba que el Führer fuera un juez que encarnaba la justicia. A más de ello, se operó la línea de la política de coordinación en torno de la cual diversas instituciones pasarían al control del partido, lo que supuso eliminar a las otras fuerzas políticas y sólo dejar al partido Nazi, como un partido de Estado. Lo cierto es que 1933 fue un año para el despliegue del régimen nazi, aún en el marco de la Constitución de Weimar, pero con las disposiciones necesarias para hacer de ella un mero cascarón.
Entonces la maquinaria autoritaria del nazismo se desplegó con gran intensidad y solvencia para ajustar cuentas con el poder judicial; antes de eso se promovió la llamada ley de poderes que, por cierto, tiene ciertas semejanzas con la nuestra de supremacía constitucional, pues en la de poderes hitleriana se consideraba la posibilidad de legislar sin el Congreso y al margen de la correspondencia necesaria con la constitucionalidad y la convencionalidad, hasta por un plazo de 4 años.
En fin, la elección popular de los juzgadores en nuestro país parece ser, más que un paso, la adopción de un camino dentro de un túnel cuya luz al final de éste es el de una maquinaria que arrastra la carga del autoritarismo. Las incidencias e insuficiencias de la elección de juzgadores son importantes, pero su relevancia está en que son los indicios de una trama más compleja que implica el cambio de vía.