La aprobación en fast track de la nueva Ley General de Aguas en la Cámara de Diputados confirma algo más profundo que la simple urgencia legislativa: revela una remodelación del poder estatal sobre el recurso más estratégico del país. No se trata de modernizar la gestión hídrica, sino de centralizar facultades que, en manos del gobierno federal, pueden desactivar regiones agrícolas completas aun estando en plena producción.
El nuevo marco jurídico lo dice sin rodeos. La autoridad podrá “modificar los volúmenes concesionados cuando lo exija la disponibilidad, la prioridad de uso o el interés público”. El concepto suena razonable hasta que se mira lo que desapareció: los estudios de disponibilidad, los dictámenes hidrogeológicos independientes, los parámetros que durante décadas limitaron la discrecionalidad administrativa. Hoy, bastará invocar al “interés público” para recortar el agua de un productor en plena temporada de riego.
A ello se suma la facultad de suspender total o parcialmente concesiones por supuestas “afectaciones al ecosistema” o “riesgos para terceros”, conceptos indeterminados que carecen de metodología obligatoria. En un país donde la operación agrícola depende de riegos constantes (nogaleras, hortalizas, forrajes, cebolla, trigo, por ejemplo), una suspensión súbita equivale a dejar morir la unidad productiva. Ningún tribunal interviene antes: la decisión es inmediata.
La ley también introduce un nuevo régimen de clasificación de concesiones, asignado de manera unilateral por la autoridad conforme a criterios tan variables como “sostenibilidad”, “prioridad de uso” o “protección del recurso”. En la práctica, un título agrícola puede ser reclasificado como “no preferente” sin un solo estudio serio de cuenca. La certidumbre jurídica se reemplaza por un sistema donde la autoridad se reserva el derecho de reinterpretar cada título año con año. La inseguridad hídrica deja de ser coyuntural y se vuelve estructural.
Esa lógica no es nueva. En Chihuahua, la memoria de 2020 sigue viva: el gobierno federal intentó imponer decisiones sobre el agua de presas para cumplir compromisos internacionales sin diálogo y sin transparencia técnica, provocando confrontaciones y la toma de instalaciones. Lo que antes fue un exceso político hoy se vuelve una facultad legal, gracias a figuras como las “zonas de gestión especial” o “zonas de preservación hídrica”, donde la autoridad puede limitar o prohibir extracciones a voluntad. No sorprende que en el estado haya una reacción inmediata; quien vive del agua entiende el riesgo mejor que cualquier legislador que votó sin leer.
La dimensión económica del problema es incluso mayor. Los cierres intermitentes de frontera provocados por las tensiones en Chihuahua demostraron que la cadena agroexportadora del norte es extremadamente sensible a cualquier alteración del ciclo de riego. Los tiempos de cruce en Ciudad Juárez, Ojinaga o Presidio se disparan en cuanto los productores se ven obligados a detener cosechas o transporte. La Borderplex Alliance documentó millones en pérdidas para empresas estadounidenses y extranjeras por retrasos derivados de conflictos hídricos en México.
Una ley que permite suspender concesiones con criterios vagos o reordenar prioridades de uso sin estudios técnicos pone en riesgo no solo la economía mexicana, sino la norteamericana. Ningún socio comercial entiende —ni aceptará a largo plazo— que decisiones administrativas sin contrapesos puedan afectar cadenas integradas de valor. Menos aun cuando la renovación de concesiones deja de ser automática y puede ser negada por “protección del recurso”, una puerta abierta al uso político del agua.
México necesita una legislación hídrica moderna, sí. Pero lo aprobado no es una modernización: es una concentración de poder sin controles, disfrazada de reforma ambiental. Una ley que nazca sin debate, sin técnica y sin legitimidad, nacerá débil. Y una ley débil aplicada sobre un recurso escaso solo puede conducir a conflictos, pérdidas económicas y fracturas regionales.
El agua es la infraestructura invisible que sostiene a México. Si el gobierno insiste en gobernarla a golpe de improvisación, el país pagará el precio en estabilidad, productividad y credibilidad internacional. Hay decisiones que no admiten prisa; legislar sobre el agua debería ser una de ellas.





