Todos hablan del Presidente. Creo que tiene el trabajo más difícil de México. Después de verlo en las conferencias de prensa mañaneras y de leer las columnas y las redes sociales, he llegado a la conclusión de que, tal vez el problema no es él, sino su oficina. Está desvencijada. AMLO está en rebelión contra su oficina. Y eso no es bueno para un presidente.

La polarización es imparable. El tejido nacional está desgarrado. Y no se ve que alguien quiera tomar la aguja y el hilo, mucho menos la máquina de coser. De hecho, parece que no hay un costurero de la unidad.

En estos tiempos de crisis, todos esperamos que el presidente de México deje la ideología a un lado y se convierta en el presidente negociador. Pero AMLO no negocia.

Todos esperamos que la oposición construya una nueva narrativa sobre el México del futuro, a donde queremos llegar. Pero tenemos una oposición calcificada.

Todos critican a AMLO porque, en sus pleitos, no parece presidencial. Yo creo que no hay hombre, ni mujer, que pueda representar la diversidad de 130 millones de mexicanos.

En estos días hemos sido testigos de la intensidad de los sentimientos públicos en torno al presidente. Sus rupturas con la tradición presidencial han sido discordantes. Creo que si AMLO fuera una figura menos divisiva, podríamos ver las cosas de manera diferente.

Podríamos considerar que lo que parece impertinencia podría ser evidencia de que la administración del cargo mismo está en dificultades por falta de un modelo de toma de decisiones.

Somos una nación obsesionada con los presidentes y el presidencialismo, tanto que socavamos la idea misma de nuestra democracia constitucional. La presidencia moderna se ha salido de control. Tal vez debemos reconocer que ningún hombre, o mujer, por sí solo(a) pueda realizar las funciones cada vez más amplias de un cargo tan complejo, lleno de exigencias. El presidente está atrapado en una operación de respuesta a las crisis.

La oficina del presidente no sólo ha acumulado poder; ha crecido en alcance, complejidad, y en grado de dificultad. Raro es el día en que los asesinatos, ajustes de cuentas y las acciones de las organizaciones criminales no presenten un peligro inminente que requiera la atención del presidente. La carga emocional de estas responsabilidades es casi insondable.

El presidente debe estar preparado para, en un día, consolar a la viuda de un policía asesinado por el narco, recibir en Palacio Nacional a un atleta o a un CEO de una empresa global, establecer una agenda legislativa para un congreso irresponsable. Al mismo tiempo, el presidente debe soportar el escrutinio implacable de la era digital.

La paradoja es que muchos creen que el presidente es el hombre más poderoso de México y, sin embargo, es incapaz de lograr muchos de sus objetivos, frustrado por el congreso, los tribunales o la enorme burocracia que a veces sólo controla nominalmente y esta repleta de activistas convertidos en funcionarios.

Con los eventos de las últimas dos semanas, nos hemos dado cuenta de que AMLO está reconfigurando la presidencia. Está desmantelando la maquinaria. Puede que le corresponda a su sucesor(a) volver a armarla. No ha visto que lo importante rara vez es urgente, y lo urgente rara vez es importante.

Creo que hay una realidad: hasta que AMLO arregle su oficina y defina un modelo eficaz de toma de decisiones, seguirá frustrado. Y muchos mexicanos seguirán decepcionados. El presidente necesita ayuda. Su oficina está sobrecargada, las demandas son implacables. No puede ser un gobierno de un solo hombre.

Los mexicanos todavía necesitan que su presidente tenga éxito. Nuestra democracia está obsesionada con la presidencia. Es cierto que algunas decisiones sólo las puede tomar el presidente. Pero eso no significa que el presidente sea responsable o culpable de todo.

A veces es fácil jugar para la multitud. Pero, en la presidencia, ya no se trata de cortejar a los votantes sino cumplir con el más alto interés de la nación. Las elecciones alientan a los candidatos a hacer cualquier cosa que mantenga a la multitud en un rugido. Pero a medida que la oposición cuestione más el desempeño, las habilidades del presidente requieren ser apoyadas por un equipo eficaz y por un modelo de toma de decisiones eficiente. El sistema de toma de decisiones presidenciales tiene que ser metódico, porque las decisiones presidenciales son excepcionalmente difíciles.

El sistema actual está tan centrado en una campaña permanente en torno a la revocación, que se prefiere la persuasión, más que los resultados. Parecería que el cortejo presidencial activo y continuo de la opinión popular, la acción acalorada, es más importante que la fría deliberación.

Cuando hay una línea borrosa entre hacer campaña y gobernar los presidentes tratan de comunicar una sensación de cambio de página, un nuevo capítulo en la historia del país, una nueva oportunidad. Ya nada es como antes. Los adversarios no pudieron, no quisieron y no lo hicieron. Pero “nosotros” sí lo haremos. Lo que no se dan cuenta es que el éxito anterior no predice el éxito futuro. Las acciones hablan más que las palabras. Debido a que la retórica es el instrumento de campaña, los presidentes caen en la trampa de pensar que pueden hablar sobre cualquier problema.

Los presidentes que llegaron por la fuerza de su retórica y espectacularidad, siguen confiando en esas habilidades. Concluyen que pueden convencer a la gente de cualquier cosa. Sin embargo, gobernar es algo más que hablar. Para dirigir un gobierno, se necesitan capacidades diferentes a las necesarias para ganar el derecho a dirigir ese gobierno. Las campañas requieren ataques y comparación. Gobernar requiere deliberación, cooperación y negociación. Un buen equipo es crucial para tomar buenas decisiones.

Los presidentes modernos entienden que, a veces, la oportunidad de obtener una victoria rápida tiene que posponerse para lograr una victoria posterior más grande. La paradoja es que el presidente es el más fuerte y el más débil de todos los líderes nacionales a la vez. Y debe estar dispuesto a soportar esa paradoja. El dilema para los presidentes modernos es trabajar con sus opositores para lograr algo.

La mayor amenaza que enfrenta México es la falta de unidad política. La polarización, la brecha partidista es cada vez más amplia y más dañina. Y los políticos pronto se darán cuenta que los votantes no quieren excusas; quieren acción.

Creo que para reparar la presidencia moderna, los políticos, los ciudadanos y los medios de comunicación debemos cambiar nuestras expectativas y centrarnos en lo que es realista. El presidente no es un superhéroe y tampoco es un villano. Él es humano, falible, capaz de mucho. Entonces, ¿qué queremos que haga y cómo podemos ayudarlo a hacerlo?

Debe tener tiempo para pensar, rodearse de gran talento gerencial y efectividad de gobierno. La presidencia requiere temperamento, habilidades emocionales y está sujeta a una alta tensión psicológica. La presidencia no forja el carácter, sólo lo revela.

Los presidentes deben encontrar una forma segura de desahogarse. Un presidente tiene que designar a alguien para que le diga la verdad y luego creerle cuando le da noticias desagradables. Sin embargo, la franqueza será difícil de alcanzar en Palacio Nacional, donde el instinto de todos es halagar al jefe.

El sistema de análisis de opciones para la toma de decisiones presidencial tiene que ser lo más sólido posible. La imprevisibilidad no puede ser un estilo de gestión. El presidente exitoso se concentra, sin descanso, en unos pocos objetivos bien elegidos. Para que funcione bien, la presidencia tiene que tener orden y estructura. Palacio Nacional no debe dominar todo. Para eso está el gabinete.

Javier Treviño en Twitter: Javier Treviño