La reciente movilización de transportistas y productores en diversos puntos del país no es un suceso aislado ni un capricho sectorial: es el síntoma visible de un problema estructural que se ha ignorado por demasiado tiempo. Cuando el Estado deja desprotegidos a quienes sostienen la movilidad logística y alimentaria del país, la inconformidad termina por ocupar las calles. No se protesta por gusto; se protesta por supervivencia.

Los transportistas han sido víctimas de extorsión, cobro de piso, robo, secuestro y asesinatos en carreteras federales que hace años dejaron de ser seguras. Los productores enfrentan un escenario igual de adverso: mercados cooptados por el crimen, precios controlados por intermediarios criminales, imposibilidad de trasladar mercancía sin pagar “derecho de siembra”, “derecho de cosecha” y “derecho de vender”.

Es decir, la economía real del campo y la logística nacional operan bajo un impuesto paralelo, administrado por organizaciones que sustituyen al Estado donde éste se retiró.

Ante esta realidad, la marcha era no solo previsible, sino inevitable.

Sin embargo, lo verdaderamente preocupante no es la protesta, sino la respuesta oficial. La secretaria de Gobernación, Rosa Icela González, decidió reducir la movilización a un asunto electoral, insinuando que detrás de esta expresión legítima de desesperación existe una mano partidista. Una declaración políticamente cómoda, pero moralmente irresponsable.

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Porque cuando el gobierno acusa “intereses electorales” en cada manifestación social, lo que realmente hace es negar el origen del problema.

Si cada protesta es “partidista”, entonces ninguna injusticia es real.

Si todo se explica como complot, entonces nada exige solución.

La violencia en carreteras no es tema de campaña; es tema de vida o muerte.

La ruina de los productores no es estrategia política; es tragedia económica.

La expansión del narcoestado no es narrativa; es una evidencia que se siente en cada ruta, en cada centro de distribución, en cada comunidad agrícola.

El gobierno puede intentar cambiar el enfoque, pero no puede alterar los hechos: los mexicanos están marchando porque el Estado dejó de garantizarles seguridad y certidumbre económica. Y eso no se corrige con conferencias de prensa ni con acusaciones genéricas; se corrige recuperando el territorio, enfrentando a los grupos criminales y reconstruyendo las instituciones que hoy se encuentran al borde del colapso operativo.

Partidizar la protesta es, en el fondo, una forma de eludir la responsabilidad. Una táctica para convertir la exigencia ciudadana en ataque político y, así, justificar la inacción. Pero la gente ya no come discursos. Come lo que logra producir, transportar y vender, y hoy, producir, transportar y vender es una tarea que cuesta vidas.

La marcha no es un desafío al gobierno; es un grito de auxilio.

Y un gobierno que escucha gritos como si fueran consignas electorales demuestra que ha perdido contacto con el país real.

Mientras la Secretaría de Gobernación se preocupa por etiquetas partidistas, los mexicanos siguen preocupados por no ser asesinados en la carretera.

Esa es la verdadera urgencia. Esa es la verdadera agenda. Lo demás es ruido.