Hay cuerpos que se vuelven relojes del dolor. Cada minuto que pasa en la piel de Samara Martínez es una cuenta regresiva que no marca el final certero y convierte la vida en una espera que por el dolor físico puede ser tortuosa. Vive con insuficiencia renal crónica y pasa diez horas al día conectada a máquinas que prolongan la vida, pero a veces —dice ella con una serenidad que desarma— prolongar la vida no es lo mismo que vivirla. Con todo y su dolor, ha logrado juntar más de 128 mil firmas y su causa en la agenda legislativa que espera los acuerdos políticos necesarios para que sea parte de las iniciativas que se discuten en el Congreso de la Unión.

Samara no pide morir. Pide, más bien, dejar de sufrir. Se dice que su enfermedad es crónica y la lucha previa habla de su resiliencia pues ha intentado vivir mejor con dos trasplantes fallidos. En esa diferencia habita toda la hondura de su lucha: no es un deseo de desaparecer ni falta de energía para “luchar” una inexistente batalla… más bien, su causa se acerca a lograr un destino sin sufrimiento, de poder elegir un punto de descanso cuando el dolor deja de tener sentido. Siempre me ha parecido extraño y hasta chocante que cuando se trata de enfermedades como el cáncer, se utilice la palabra “luchar” o “ganar una batalla”, como si se tratara de un asunto de voluntad o preparación. Los boxeadores deciden luchar y se preparan para enfrentar con mayores herramientas sus batallas, con eso se acercan al triunfo. No existe preparación para una enfermedad, inclusive por más cuidados alimenticios que se intente sostener. Existen enfermedades inexplicables y no hay ninguna estrategia de preparación para vencer. Aún existiendo tratamientos, hay malestares que simplemente ocurren sin explicación ni responsabilidad o preparación para “la batalla”.

En el caso de Samara, hay un historial médico que demuestra cómo se han ido agotando alternativas para mejorar su calidad de vida. Su cuerpo, disciplinado por la enfermedad, se convirtió en el escenario donde el Estado y la fe discuten lo que llaman “el valor de la vida”, olvidando que quien la vive —quien la padece— es ella. Aún así, tener oportunidad de decidir sobre la propia vida tendría que implicar un proceso interno lejos del criterio de las muchedumbres para decir si alguien satisface la convicción de tener derecho a dejar de sufrir. Los derechos son válidos en sí mismos y no deberían depender del acuerdo o desacuerdo proveniente de personas que no habitan esos cuerpos.

La iniciativa que hoy se debate en México para regular la eutanasia busca abrir un resquicio a esa conversación silenciada. La Ley Trasciende pretende incluir en la Ley General de Salud un capítulo sobre la muerte médicamente asistida, y reformar el Código Penal para que acompañar a morir no sea un delito. Nuestro contexto es ambivalente pues la religión aún susurra al oído de las leyes, por lo que hablar de eutanasia suena a profanación. Pero la verdadera profanación es obligar a alguien a prolongar una agonía sin sentido en nombre de una moral que no siente su dolor. En el debate ideológico de profundidad, los temas relacionados con el individualismo de la mano con el neoliberalismo rezan que decidir morir o vivir es asunto personal y que el Estado no tendría que intervenir. Esta es la postura libertaria más radical, en la que la libertad tendría que ser tan amplia y tan libre en sí que una decisión de este nivel estaría permitida. El neoliberalismo le apoya al tratar la salud como un producto del mercado con aquellas reglas de libertad en las que se puede elegir comprar la asistencia de una despedida digna. Aun entre los libertarios hay grupos conservadores y católicos que distinguen entre los procesos legales y médicos frente a los suicidios que en esa religión como en la judía son pecado. En otras latitudes, esta conversación se abrió hace tiempo. Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, Canadá, España y Nueva Zelanda ya legalizaron formas de eutanasia o suicidio asistido. En ellos, los temores iniciales se enfrentaron con protocolos, supervisión y transparencia. El resultado ha sido una legislación que no promueve la muerte, sino que regula la compasión.

En Países Bajos, la eutanasia es legal bajo estrictas condiciones establecidas en la “Ley de Interrupción de la Vida a Petición y Suicidio Asistido”. Para que sea legal, un médico debe determinar que el paciente padece un sufrimiento insoportable y sin esperanza de mejora, que la solicitud es voluntaria y meditada, que no existen alternativas razonables y que ha consultado a otro médico. Los médicos que cumplen estos requisitos no son penalizados.

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En España, el derecho se nombra con dulzura: la ayuda para morir dignamente. Está regulada por la Ley Orgánica 3/2021, en vigor desde el 25 de junio de 2021. Este ordenamiento despenaliza la ayuda para morir en casos de sufrimiento grave, crónico, intolerable e insoportable por una enfermedad incurable o grave, bajo estrictos requisitos. Se requiere ser mayor de edad, tener nacionalidad española o residencia legal, y haber presentado dos solicitudes voluntarias con un espacio de al menos 15 días entre ellas, además de haber prestado consentimiento informado.

Bélgica tiene criterios muy progresistas que serían un escándalo en nuestro país, pues pueden acceder a este proceso inclusive las niñas, niños y adolescentes. Allá es legal bajo condiciones específicas desde 2002, originalmente con la idea de que pacientes en sufrimiento insoportable puedan solicitarla. Pero desde 2014, la ley ha extendido el acceso para incluir a menores de edad y pacientes con enfermedades mentales graves, aunque bajo criterios muy estrictos.

Se requiere una solicitud voluntaria y sin presiones, la decisión solo puede tomarse tras un proceso que incluye la opinión de uno o varios médicos, y en caso de que el paciente no pueda expresar su voluntad, se puede recurrir a declaraciones anticipadas.

Luxemburgo legalizó la eutanasia y el suicidio asistido en 2009 mientras que en Canadá desde 2016 existe la ley de “muerte asistida médicamente” (MAID) para mayores de 18 años que padecen una enfermedad grave e irreversible y que tienen un sufrimiento físico o psicológico intenso, es obligatorio que quien desee acceder a este proceso esté en buen estado mental y dé su consentimiento. En 2023 hubo una intensa polémica por el plan para ampliar el acceso hasta menores de edad pero no se ha aprobado.

En el fondo, lo que Samara y muchas otras personas enfermas nos preguntan es si preferimos vivir viviendo o vivir sobreviviendo. Si la existencia humana se mide solo por los latidos o también por la capacidad de sentir, de moverse, de decidir, de amar sin que la carne como vehículo de todo lo anterior sea un tormento. Porque hay vidas que siguen respirando, pero han perdido su aire.

Los problemas de salud son un parámetro objetivo del sufrimiento. No hablan de una tristeza pasajera ni del cansancio existencial que puede atenderse con esperanza, más bien se trata de un dolor tangible, orgánico, medido en cifras, análisis y agujas. Samara no es una joven que desea morir: es una mujer que, tras años de hospitales, ha comprendido que hay un punto donde la medicina ya no sana. Con respeto y solidaridad, me atrevería a decir que esta lucha le inyecta vida y que aun con el hecho de que el Estado no actúe con rapidez para discutir y aprobar esta legislación implica un reto en el que la indolencia, motiva y moviliza energías, vidas y apoyo.

En ese umbral, la filosofía se encuentra con la compasión. Epicuro decía que el bien supremo es la ausencia de dolor; Spinoza que el cuerpo es la base de la existencia. Cuando el cuerpo se convierte en cárcel, ¿no sería coherente que la libertad incluyera el derecho a elegir el momento de soltar las llaves?

No es un debate religioso —aunque muchos insistan en llevarlo a ese terreno—, en democracia, la eutanasia contiene un debate ético y laico. La laicidad, tan discutida y tan frágil, significa precisamente eso: que el Estado no imponga una sola manera de entender la vida o la muerte. Que el cuerpo sea soberano y que la fe —sea cual sea— pertenezca al espacio íntimo de cada quién.

La historia de Samara es provocadora porque nos hace cuestionarnos: ¿qué es vivir dignamente cuando la vida duele cada minuto? ¿Quién tiene facultad para decidir sobre la muerte de alguien más? Y claro que en lugares donde el Estado de Derecho es frágil, hay oportunidad de pensar mal y hasta dudar por el posible abuso de una figura legal con origen noble, utilizada posiblemente contra personas sanas, contra periodistas o activistas incómodos o contra personas torturadas al punto de que el malestar físico aparente acreditar otros posibles elementos para una “muerte digna” con la que -posiblemente- ya no habría delito. Gasolina para la impunidad en país de impunes.

Pero también reta a las reflexiones sobre si los cuidados colectivos y la construcción de comunidad desde cuidar, acompañar o la posibilidad de sanar. Hay quien piensa que la muerte es el triunfo del individualismo. Quizás la respuesta no esté en los códigos ni en los parlamentos, sino en la capacidad de mirar el dolor ajeno sin apartar la vista así como en la urgencia de integrarnos a este debate no para decidir si Samara debería vivir o acceder a la eutanasia, principalmente para identificar cómo es que la voluntad personal puede hacerse compatible con un sistema legal y un contexto complejo como el mexicano.