Dicen que la prostitución es el oficio más antiguo del mundo. Falso. Antes que eso existió la partería. Las primeras huellas de la humanidad muestran a mujeres ayudando a otras a parir, transmitiendo conocimientos de generación en generación, guiando la vida desde su primer respiro. La partera ha sido sanadora, consejera, guardiana de los ciclos de la tierra y del cuerpo. Sin ellas, la humanidad no hubiera sobrevivido.

Por eso, cuando este año, el gobierno mexicano publicó la Norma Oficial Mexicana NOM-020-SSA1-2025, la indignación no se hizo esperar. El texto publicado en el Diario Oficial de la Federación el 4 de marzo de 2025, regula los establecimientos de salud y, en teoría, reconoce la partería en la atención integral materna y neonatal. Promete una atención centrada en la persona, basada en derechos humanos, perspectiva de género y enfoque intercultural. Incluso habla de fortalecer la formación de parteras —profesionales y tradicionales— e incorpora un sistema de referencia y contrarreferencia para garantizar la atención oportuna.

En el papel, se ve como un avance histórico. Pero la trampa está en los detalles.

La prohibición encubierta

La norma establece que para practicar la partería, debe estar aquella persona reconocida como “profesional”. Las legislaciones sobre profesiones a su vez establecen que un profesional es quien tiene un título o cédula y restringe a las de salud a tener exclusiva autorización del Estado, tras estudios con validez oficial, para poder ejercer. Es decir, una partera debe contar con cédula expedida por la Secretaría de Educación Pública. Y ahí se desmorona el discurso inclusivo: la partería tradicional no otorga cédulas profesionales. Quienes enseñan estos saberes lo hacen desde la oralidad, la práctica y la experiencia comunitaria, sin claves de la SEP ni aval universitario.

De esta manera, la NOM abre la puerta para legitimar solo a quienes pasen por la academia —controlada por la medicina alópata— y excluye a las mujeres que han parido y hecho parir durante décadas. Se reconoce el rol, sí, pero a costa de despojar a las parteras de su identidad y someterlas a un molde ajeno.

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El resultado es un oxímoron: se “fortalece” la partería al mismo tiempo que se margina a quienes la sostienen. Una prohibición encubierta que uniformiza bajo la etiqueta de “profesional” lo que históricamente ha sido diverso, comunitario y vivo.

La denuncia que realiza la Comunidad de Parteras Tradicionales y Autónomas de México es legítima y choca con la narrativa oficial. Aunque enorgullece ver a la primera mujer presidenta nombrar a las heroínas por sus apellidos originales y no de casadas, así como escuchar el “vivan las mujeres indígenas “, esta disposición afecta justamente a una de las prácticas originarias que se remonta a sus saberes y, en parte, a la ausencia de clínicas suficientes en las comunidades más alejadas. La partería nace desde la empatía y saberes de las mujeres, pero se sostiene de ser, en algunos casos, la única opción.

La no consulta, otra forma de violencia

El otro golpe es la ausencia de consulta. El artículo 2º constitucional y el Convenio 169 de la OIT obligan a que cualquier medida que afecte a pueblos originarios se discuta con ellos. La NOM-020 se publicó sin asambleas, sin escuchar a casas de medicina tradicional ni a parteras autónomas. El modelo se impuso desde arriba, en el mismo tono paternalista con que durante siglos se ha intentado domesticar lo indígena.

No es solo un tema de regulación médica: es una forma de borrar prácticas que incomodan porque desobedecen la lógica hospitalaria. En los hospitales, los partos se promueven recostados, en posición antigravitacional, diseñados para la comodidad del médico más que para la madre. Con uso excesivo de cesáreas para ahorrar tiempo a pesar de que la manera más saludable de parir es la natural. En contraste, las parteras tradicionales impulsan posturas de pie o en cuclillas, con prácticas de rebozo, gateo, baile y movimiento que permiten partos más naturales, humanizados y menos complejos.

Pero en la NOM, esas prácticas no caben. Y lo que no cabe, se prohíbe o se invisibiliza.

Más allá de la salud: el negocio

El trasfondo tampoco es neutro. Si se limita la partería tradicional, las mujeres deberán recurrir a hospitales caros, lejanos y saturados. Y detrás de cada parto medicalizado hay ganancias para aseguradoras, clínicas privadas y farmacéuticas. La narrativa de la “atención integral” se convierte así en un nuevo capítulo de privatización encubierta.

La resistencia

El 26 de septiembre, comunidades y casas de partería darán una conferencia de prensa en la Ciudad de México. No es casual la fecha: a 11 años de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, otra herida que el Estado intentó silenciar. Ese mismo día, mujeres de todo el país recordarán al gobierno que la partería fue el primer oficio del mundo y que ningún decreto puede borrarla. Ellas no son “parteras no profesionales” y el IMSS Bienestar no puede tener la última palabra sobre quiénes pueden ejercer cuando ni siquiera se dan abasto.

La discusión sobre la NOM-020 no es técnica, es política. Lo que está en juego es el derecho de los pueblos originarios a existir en sus propios términos, especialmente de las mujeres indígenas y de todas las mujeres que buscan vivir y parir de manera natural. Cada parto atendido por una partera es también un acto de resistencia frente al olvido y frente a la colonización de nuestros cuerpos.