REFUTACIONES POLÍTICAS

En los tiempos que corren, se habla de la división de poderes con la solemnidad de quien repite una verdad absoluta. Se cita a Montesquieu como si hubiera sido testigo en Filadelfia, se invoca a Madison como si hubiera nacido en Burdeos, y entre ambos se ha construido un mito: que la separación de poderes nació para protegernos del Estado. Nada más falso.

Montesquieu jamás pensó que el Estado fuera un enemigo. En El Espíritu de las Leyes no hay un solo rastro de esa paranoia liberal que después dominaría la política moderna. Su preocupación era otra: evitar que el poder se corrompiera, no destruirlo. Para él, los poderes debían equilibrarse entre sí para sostener la República, no para impedirla. La división no era un campo de batalla, sino un principio de armonía.

Madison, en cambio, sí creía que el Estado era un mal necesario. En los Papeles Federalistas, el poder es una bestia que solo puede contenerse con otra bestia. “Si los hombres fueran ángeles —dice—, no sería necesario el gobierno”. Esa frase resume toda una visión del mundo: la del individuo que teme al poder más que a la injusticia, que confía más en los intereses privados que en la virtud pública. Para Madison, la libertad se defiende desconfiando; para Montesquieu, se preserva gobernando bien.

El problema es que hoy hemos confundido ambas tradiciones. Nos declaramos herederos de Montesquieu, pero pensamos como madisonianos. Decimos que queremos un Estado fuerte, pero solo lo aceptamos si está esposado. Hemos convertido al poder en sospechoso por naturaleza, al gobierno en un intruso y al servidor público en un posible enemigo.

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Así, la República ha perdido su centro moral. Ya nadie habla del interés general, sino de “derechos”, “controles”, “autonomías” y “contrapesos”. La política se ha vuelto una guerra civil permanente entre instituciones que se vigilan con recelo. El ciudadano mira al Estado como si fuera un cobrador, y el Estado responde tratando al ciudadano como potencial culpable. Todos contra todos, en nombre de la libertad.

Pero Montesquieu no soñó con eso. Su idea de la división de poderes era profundamente republicana: se trataba de un equilibrio virtuoso, no de una desconfianza institucionalizada. El poder debía moderarse, no paralizarse. La libertad, decía, consiste en hacer lo que las leyes permiten, no en burlar al Estado que las dicta.

Hoy, frente al juridicismo formalista y antihistórico, ha llegado el momento de recordar que el Estado no es un adversario, sino la forma política de nuestra convivencia. Que su función no es “molestarnos lo menos posible”, sino encarnar lo que somos juntos: una comunidad.

Si la República ha de sobrevivir, será porque hemos aprendido a dejar de sospechar del poder y de nosotros mismos.

@RubenIslas3 X