La estadística pública no es un lujo académico: es la base sobre la que se sustentan decisiones de política pública, la administración de la justicia, la asignación de recursos y la rendición de cuentas. Cuando ese fundamento falla por opacidad, mala organización o manipulación, no solo se distorsionan diagnósticos técnicos: se legitima la impunidad, se erosiona la confianza y se abre la puerta a usos políticos de la información que dañan la democracia.

En México vivimos desde hace décadas una anomalía preocupante: el marco estadístico oficial es difícil de consultar, está mal organizado y, en áreas sensibles como seguridad pública, existe evidencia recurrente de prácticas que responden más a lógicas políticas que a criterios técnicos. El resultado es grave: la ciudadanía y los operadores del sistema de justicia pierden herramientas para conocer la verdad, controlar a los gobernantes y defender derechos.

Un sistema estadístico público saludable ofrece datos accesibles, metadatos claros y herramientas que permitan reproducir cálculos. En México, por el contrario, los principales problemas son estructurales: portales fragmentados, formatos inconsistentes, ausencia de series históricas fiables y documentación metodológica insuficiente. Eso convierte la tarea de un investigador o de un juez en un recorrido de obstáculos: cifras que cambian de formato, definiciones que no se explican, y conjuntos de datos que ya no coinciden entre sí.

La falta de interoperabilidad entre instituciones (ministerios, fiscalías, cuerpos policiales y oficinas de estadística), impide construir una visión coherente. Cuando los datos están desperdigados, los análisis sólidos se encarecen y la puerta queda abierta a la manipulación por omisión o por redefinición de categorías.

En el rubro de seguridad pública las consecuencias son aún más perniciosas. La reclasificación de delitos (cambiar categorías, fusionar conductas o alterar nomenclaturas) sin transparencia metodológica no es un problema técnico inocuo: es una herramienta que puede disminuir artificialmente la percepción de criminalidad o invisibilizar conductas. Peor aún, cuando se limita el acceso a expedientes, reportes o bases de datos para la justicia ministerial, se obstaculiza la investigación, se frena la persecución penal efectiva y se complica la rendición de cuentas sobre la actuación policial y ministerial.

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Estas prácticas, cuando emergen en contextos de alta polarización política, terminan funcionando como una red de protección: maquillan indicadores y convierten a la estadística en narrativa oficial en lugar de en insumo técnico verificable.

¿Cómo lo hacen las potencias avanzadas?

Comparar no es imitar, pero sí sirve para entender buenas prácticas reproducibles. En economías y democracias consolidadas existen rasgos comunes que México debería adoptar:

1. Oficinas estadísticas independientes: instituciones con mandato legal de autonomía técnica que publican metodologías, actualizan revisiones y responden a auditorías metodológicas.

2. Estándares y clasificación homogénea: uso de marcos internacionales y sistemas de clasificación estandarizados, con documentación que explique cambios y su impacto en series históricas.

3. Portales abiertos y APIs: datos en formatos abiertos, descargables y consultables por máquina que facilitan auditorías externas y periodismo de datos.

4. Separación operacional entre recolección y uso político: controles institucionales que impiden la manipulación de series con fines de comunicación política.

5. Revisión y auditoría externa: comités científicos y auditorías que validan metodologías y alertan sobre discontinuidades.

6. Coordinación interinstitucional: marcos de gobernanza de datos que aseguran que fiscalías, fuerzas de seguridad y oficinas estadísticas compartan definiciones y protocolos.

Países con estos rasgos reducen la discrecionalidad y aumentan la confianza pública en las cifras, incluso cuando los números no son favorables al gobierno de turno.

Ocultar la realidad por manipulación, por desorden institucional o por cálculo político, parece ser el día a día de la clase política; no es una táctica de gobernabilidad sostenible. A corto plazo puede reducir la percepción de crisis; a mediano y largo plazo genera costos mayores: decisiones basadas en diagnósticos falsos, malos proyectos de inversión, fallas en la provisión de seguridad y salud, y una ciudadanía que desconfía. Además, cuando la información está sesgada, la justicia se vuelve selectiva: sin datos claros, la fiscalía y los tribunales no pueden perseguir patrones de conducta ni sostener casos complejos.

Esta cultura del ocultamiento es, por tanto, menos un problema técnico que un síntoma político: revela una clase gobernante que prefiere la apariencia a la verdad y la opacidad a la rendición de cuentas.

Para corregir el rumbo resulta deseable:

1. Blindar la autonomía técnica de la oficina nacional de estadística mediante reformas legales que garanticen independencia, presupuesto y acceso a datos administrativos.

2. Publicar metadatos y cambios metodológicos cada vez que se modifiquen definiciones o reclasificaciones, con simulaciones que muestren el efecto sobre series históricas.

3. Crear portales unificados y APIs que permitan a la sociedad civil, medios y academia auditar los datos.

4. Establecer protocolos de intercambio de datos entre fiscalías, ministerios y estadística, con garantías para preservar el acceso a la justicia y la investigación penal.

5. Auditorías externas periódicas por comités técnicos independientes y transparencia obligatoria de resultados.

6. Capacitación y cultura de datos en la función pública para entender que la verdad estadística es una herramienta de legitimidad, no un enemigo.

En conclusión, la opacidad estadística no es una falla administrativa aislada: es un riesgo sistémico para la democracia y la administración del Estado. La comparación con modelos avanzados muestra que la solución es técnicamente accesible: autonomía, estándares, apertura y auditoría. Lo que hace falta —y es lo más difícil—, es voluntad política para implementar cambios que limiten las tentaciones de manipular cifras y que devuelvan a la sociedad la capacidad de saber, juzgar y decidir. Porque ocultar la realidad puede funcionar como estrategia comunicacional de corto plazo, pero como política pública es un fracaso que paga toda la nación.