Menudean las críticas más o menos razonadas a la Cuarta Transformación (4T) como proceso histórico y proyecto de gobierno, por lo general con argumentos incompletos, pero siempre respetables y controvertibles.

De un lado, algunos niegan que la 4T corresponda a un cambio estructural de la magnitud de la Independencia, Reforma o Revolución, simplemente porque estiman que no ha habido un estallido violento armado del tipo de los que tuvieron lugar en aquellos tres episodios, o bien, que su profundidad e implicaciones no son equivalentes.

Estos críticos no suelen valorar otros factores clave, por ejemplo, los proyectos modernizantes, de elite o de arriba hacia abajo que forzaron masivas transferencias de derechos de propiedad y plusvalía de la masa popular y de unos grupos de poder a otros y a las clases y sectores privilegiados excluyendo a la mayoría social hasta del mínimo para sobrevivir.

En ese sentido, las tres transformaciones históricas se caracterizaron porque los dominados y explotados dijeron “basta”, tomaron las armas (simbólicamente: Hidalgo, Morelos o Guerrero; o bien, Alvarez, Comonfort, Juárez o los hermanos Lerdo; mas adelante, los hermanos Flores Magón, Zapata o Villa) e iniciaron la acción rebelde y reivindicativa.

En efecto, tales fuerzas populares terminaron por forzar el derrumbe del régimen de privilegios prevaleciente en sus respectivas épocas y forzaron la recreación de un nuevo orden político a partir de una nueva Constitución, ya sea la de 1824, 1857 o 1917.

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Es en ese sentido que he insistido en que, como proceso, las transformaciones revolucionarias han sido dialécticas, esto es, los vectores opuestos han hecho de la lucha intelectual, social, política, cultural y constitucional el instrumento dinámico que ha reconformado el orden de cosas existente para dar paso a otro nuevo. Claramente, la política es conflicto y también acuerdo.

Así debe entenderse el proceso de la 4T y cada actor o sujeto individual o colectivo debe ser consciente del papel que decide jugar, ya sea para agudizar las contracciones mediante el intento de conservación o de progresión de las dinámicas que modelan el nuevo régimen.

Ahora bien, quienes se oponen a la 4T como proyecto por lo general defienden el modelo liberal de democracia representativa, los derechos fundamentales de raigambre individual y las garantías para proteger esos principios, lo que incluye la división de poderes o la justicia constitucional priorizando la decisión final en la sede judicial, ello en términos abstractos o valores en sí mismos.

En ese discurso ocupan un lugar secundario otros valores, por ejemplo: la soberanía popular; los derechos sociales y colectivos; o bien, la democracia deliberativa y de gestión o participación directa y extendida a todas las instituciones sociales (familia, escuela, empresa o sindicatos), y políticas (poderes legislativo, ejecutivo y judicial).

También quedan en lugar menor o ausentes otro tipo de garantías: la cooperación entre poderes, instituciones y pueblo; la popularizaron de la acción gubernamental y administrativa, así como otras experiencias de gestión de la vida y los recursos, digamos, la comunalidad, escudo propio de sujetos colonizados, especialmente los pueblos y comunidades indígenas y afrodescendientes.

Por el contrario, el proyecto de la 4T enarbola esas variables en términos de propuestas de solución a los grandes problemas nacionales, desde la desigualdad a la injusticia, el crimen o la impunidad.

El punto es que el discurso de los primeros llama “autoritario” o “tiránico” al discurso de la 4T, con frecuencia en términos de simple descalificación, mientras que este último ubica a aquel como justificación interesada del régimen que está siendo desplazado.

El punto a destacar aquí es que la democracia en México dentro del proceso y proyecto de la 4T está intacta y, más bien, tiende a ser reforzada bajo el nuevo régimen en términos formales y reales.

Por una parte, en su forma, los principios y las instituciones electorales siguen ahí, incluso redimensionados por la paridad total o para todos los cargos, la compensación a los grupos vulnerables y la protección y estímulo a la diversidad étnica y cultural; la libertad de expresión está garantizada y desbordada hasta la muerte difundida; la pluralidad partidaria tiene póliza de garantía; la ciudadanía dispone de más derechos y mecanismos de participación, incluidas las redes sociales; las radiotelevisoras y sus eternos periodistas o líderes de opinión no sometidos a control gozan de concesiones perdurables y hasta integran multipropiedades millonarias e influyentes; el empresariado está asegurado y su tasa de ganancia sigue siendo desproporcionada al contexto de desigualdad social en el que opera. ¿Qué más?

Por la otra, en su dimensión real, el policentrismo y hasta dispersión del poder político provocados por el impulso modernizante neoliberal ha generado fenómenos imprevistos e indeseables.

Entre estos se cuenta la ilicitud y mercantilización sistémica de ciertas prácticas políticas, la captura de sectores de la estructura estatal (gobierno, territorio, población, órdenes jurídicos, incluso soberanía), y, por ende, el efecto de “queso gruyere” o lleno de hoyos del estado y la debilidad y disfunción de sus instituciones (todo tipo de huachicoleo y corrupción impune).

Es en esas coordenadas en las que pienso e invito a reflexionar cuando apoyo el proceso y proyecto de la 4T, dado que estimo que bien entendido y conducido se trata de una cuestión de seguridad nacional, así, literal y lamentablemente.

Algo que poco meditamos y está ausente de la conversación es que en cada transformación de la vida pública del país no solo se confrontan propuestas opuestas y otras más o menos coincidentes, o bien, que se dio en algún punto una síntesis que permitió transitar a la siguiente etapa histórica, sino que el país nació, sobrevivió y creció dolorosa y a la vez exitosamente al nivel en que hoy se encuentra.

De allí que llamemos a la conciencia crítica, a reforzar los valores que nos definen mejor, y a volver a salvar al país y hacernos pasar a otro grado de madurez y plenitud mediante la democratización formal y real de nuestras costumbres, incluida la costumbre de la Constitución democrática, social e intercultural.