Han iniciado formalmente los trabajos de la Suprema Corte de Justicia. El ministro Hugo Aguilar, haciendo uso de la lengua mixteca (lo que resultaría cuestionable en términos del lugar que merecen otras lenguas originarias), dio ayer comienzo al nuevo tribunal supremo.
Todo parece tratarse de una historia previamente contada. Tras la captura política de los nueve ministros a través de la manipulación de sus nombres en los acordeones, se antoja improbable que cualquier resolución, ley o decreto emitido por el Ejecutivo o el Legislativo de mayoría morenista sea anulado por la Corte. Por el contrario, se anticipa una abierta sumisión del tribunal a los principios ideológicos emanados del régimen.
Aguilar, en uno de sus primeros mensajes en redes sociales, expresó su “reconocimiento” a los gobiernos federal y de la Ciudad de México por su pronta acción ante los lamentables sucesos de Iztapalapa. ¿Qué tiene que hacer el presidente de la Corte haciendo público su reconocimiento? ¿Tendrá el ministro una peregrina idea de lo que signfica ser presidente de la Suprema Corte?
Seguimos. No habrá más controversias constitucionales. En primer lugar por la cláusula conocida como “supremacía constitucional” que inhabilita a cualquier órgano del Estado para presentar contiendas contra reformas a la carta magna, y en segundo lugar, por la imposibilidad de que la oposición cuente con el número de legisladores necesarios para elevar la controversia para que sea revisada por la Corte; resultado, conviene recordar, de su subrepresentación en el Congreso y la sobrerepresentación de la coalición gobernante.
En todo caso, la nueva Suprema Corte, con su bastón y sus ropajes indígenas, difícilmente fungirá como un poder del Estado independiente. A la pura usanza bananera, el máximo tribunal y las cortes inferiores no serán más que aplaudidores de cualquier decisión surgida de quien los puso en esos cargos.
Los tiempos han cambiado. Fieles a la retórica propia del populismo latinoamericano, la 4T ha penetrado tan profundamente en la estructura del Estado que la ley no valdrá más, o mejor dicho, ellos mismos serán la ley. Como reza el clásico: “¡No me vengan con que la ley es la ley!“.