En el actual contexto global de agudas tensiones geopolíticas y renovados nacionalismos, resulta profundamente preocupante —y no menos indignante— la reciente política implementada por el gobierno de los Estados Unidos respecto al retiro arbitrario de visas a figuras públicas mexicanas, muchas de ellas del ámbito artístico, deportivo y empresarial, bajo criterios poco transparentes y con un dejo claro de revanchismo político y control geoestratégico. Más aún, la nueva instrucción, emitida desde los niveles más altos de la Casa Blanca, en la que se exige revisar con lupa los antecedentes, amistades, opiniones públicas e incluso posturas políticas de los solicitantes de visa —aun tratándose de personalidades ampliamente reconocidas—, confirma el viraje autoritario de la administración estadounidense, encabezada nuevamente por Donald Trump.
Lo que debiera ser un proceso administrativo sobrio y ceñido al respeto mutuo entre países vecinos y socios comerciales, ha devenido en un espectáculo punitivo y arrogante que socava la dignidad de los mexicanos y profundiza una herida histórica aún no cicatrizada. El retiro de visas a famosos, entre ellos actores, cantantes, empresarios, periodistas e incluso deportistas —muchos de los cuales ni siquiera fueron informados formalmente de los motivos de dicha decisión— no solo es un agravio personal, sino un acto con implicaciones diplomáticas que no puede ser pasado por alto.
Lo preocupante de este episodio no es únicamente la medida en sí, sino el trasfondo ideológico que lo impulsa: un endurecimiento del aparato migratorio y de seguridad estadounidense, en el que se mezclan prejuicios raciales, desdén por la cultura latina, y la necesidad —electoralmente rentable— de construir un nuevo “muro”, ya no de concreto o acero, sino invisible, burocrático y discriminatorio, para separar simbólicamente a “los buenos” de “los otros”.
Es cierto que ningún país está obligado a permitir el ingreso de extranjeros a su territorio. La soberanía en materia migratoria es incuestionable. Pero también es cierto que las naciones civilizadas, que se presumen democráticas y defensoras de los derechos humanos, tienen la responsabilidad moral de actuar con coherencia, respeto y justicia en sus políticas internacionales. Cancelar visas sin un debido proceso, sin derecho a la defensa, y en algunos casos sin explicación alguna, es una afrenta no solo a los afectados directamente, sino a toda la sociedad mexicana, que ve cómo su gente es tratada como sospechosa por el simple hecho de tener una voz pública o una postura crítica.
Más grave aún es la nueva instrucción, aparentemente girada por el Departamento de Estado con aprobación directa del presidente Trump, en la que se ordena incrementar los controles sobre toda persona mexicana que solicite una visa de cualquier tipo —turística, de trabajo, de estudio o incluso diplomática—. Bajo este nuevo lineamiento, se revisarán con más intensidad los contenidos de redes sociales, las opiniones políticas vertidas en medios de comunicación, las relaciones con figuras públicas consideradas “controvertidas” por Washington, y cualquier otro elemento que pueda ser interpretado como “riesgo reputacional” o “posible amenaza ideológica” para Estados Unidos.
Estamos, pues, ante una suerte de “macartismo moderno”, pero dirigido ahora hacia los extranjeros que no se alineen al pensamiento hegemónico de la derecha ultraconservadora norteamericana. Un mecanismo discrecional, opaco y selectivo, que roza la censura política y se ubica muy lejos del espíritu democrático que Estados Unidos presume ante el mundo.
México no puede ni debe quedarse callado ante esta nueva embestida. Si bien la prudencia diplomática aconseja evitar una confrontación directa, también es cierto que la dignidad nacional exige respuestas firmes. No se trata de una rabieta nacionalista ni de caer en juegos retóricos. Se trata de defender los derechos de nuestros connacionales, sin importar si son celebridades o ciudadanos comunes, frente a medidas injustas y discriminatorias.
La Cancillería mexicana tiene la responsabilidad de elevar una protesta formal, exigir explicaciones y, sobre todo, de establecer un canal institucional para que los afectados puedan apelar y defenderse. Al mismo tiempo, debe trabajarse en fortalecer los lazos con otras potencias que sí respeten a México como un igual, y no como un vecino incómodo al que se puede humillar cada que se antoja.
Desde luego, esta situación también exige una reflexión interna. ¿Hasta qué punto hemos permitido que el prestigio de nuestro país dependa tanto del acceso a Estados Unidos? ¿Por qué seguimos valorando a nuestros artistas o líderes de opinión según la frecuencia con la que viajan a Miami, Los Ángeles o Nueva York? ¿Qué tan frágil es nuestra soberanía cultural y económica que la sola anulación de una visa provoca escándalo nacional?
El retiro de visas a famosos mexicanos no es un asunto menor. Es un síntoma. Un reflejo de una relación bilateral profundamente desequilibrada, en la que uno de los socios se siente con derecho de imponer condiciones, castigar sin juicio, y cerrar puertas a su antojo. Es también una señal de alerta sobre el rumbo que toma el mundo, con liderazgos autoritarios que se disfrazan de legalistas, y con una creciente intolerancia hacia la diversidad, la crítica y la autonomía.
México debe responder con altura, pero también con firmeza. Debemos exigir respeto, fortalecer nuestra posición internacional, diversificar nuestras alianzas, y sobre todo, defender a nuestros ciudadanos de cualquier atropello, venga de donde venga.
Porque una visa negada puede parecer un simple trámite, pero cuando se niega por razones políticas o ideológicas, se convierte en un acto de censura. Y la censura, en cualquier forma que adopte, debe ser combatida sin titubeos.
Hoy fueron artistas y figuras públicas. Mañana podría ser cualquier ciudadano. La dignidad de México no debe ser objeto de evaluación por parte de burócratas extranjeros. Ni mucho menos estar sujeta al capricho de un mandatario que ha hecho del racismo, la xenofobia y la arrogancia su bandera de gobierno.
Por eso, más allá del escándalo mediático, lo que se impone es una acción seria, contundente y estratégica. No basta con indignarse. Hay que actuar.
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