Los más recientes eventos protagonizados por servidores públicos —que, salvo prueba en contrario, han actuado dentro del marco legal— han reavivado una discusión central: la honrosa medianía, la justa medianía y la austeridad republicana. No se trata de frases del pasado. Son límites vivos. Son brújulas éticas. Marcan la diferencia entre lo decente y lo desmedido. Entre lo correcto y lo abusivo. Entre el servicio público y el privilegio. Son espejos que devuelven la imagen real del poder cuando se mira de frente. No son consignas de bronce. Son exigencias de congruencia. Veamos.

Primero. Benito Juárez formuló, en dos momentos distintos, una ética de la contención que aún interpela. En 1852, siendo gobernador de Oaxaca, escribió: “Debemos vivir en la honrosa medianía que proporciona el pago que la ley nos señala”. No era adorno retórico. Era advertencia. Era trinchera. Era límite. En un país dominado por el clientelismo, el saqueo del erario y el poder como privilegio personal, Juárez planteó otra ruta: el servicio público no es medio de ascenso económico. Es responsabilidad, no ventaja. Es deber, no oportunidad. La honrosa medianía no era precariedad impuesta ni falso heroísmo. “Honrosa” significaba decorosa. Suficiente. Ética. Congruente. Vivir del salario, sin negocios ocultos. Sin enriquecimiento disfrazado de mérito. Sin simular pobreza ni fingir opulencia. Vivir bien, pero con límites. Con contención. Con claridad. En 1867, tras la victoria republicana, Juárez reformuló la idea: habló de justa medianía. Ya no bastaba la rectitud individual. Ahora se requería un diseño institucional justo. La medianía debía ser no solo digna, sino equilibrada. Proporcional al encargo. Basada en criterios objetivos. Sin castigos simbólicos ni premios encubiertos. La justa medianía no era sacrificio. Era orden. Era sensatez. Evitaba tanto la pobreza como el privilegio. Un servidor público debía contar con lo necesario para ejercer, pero nunca excederse. Nunca simular. Nunca fingir modestia. Ambas medianías —la honrosa y la justa— coinciden en lo esencial: el poder es pasajero. No otorga superioridad. Solo obliga. Obliga a vivir con lo que dicta la ley, pero también con lo que dicta la decencia.

Segundo. En el siglo XXI, la austeridad republicana retoma ese legado juarista. Pero lo hace con nuevos lenguajes. Ya no como ejemplo de vida, sino como política pública. Como marco normativo. Como narrativa de ruptura. Se le presenta como el antídoto contra los excesos del pasado. Como marca distintiva del nuevo régimen. En teoría, busca sanear las finanzas públicas. Desmontar estructuras de abuso. Eliminar privilegios disfrazados. Cortar el despilfarro institucionalizado. Pero la realidad es más compleja. No siempre hay congruencia entre el dicho y el hecho. A veces la austeridad se vuelve discurso. O eslogan. O moral selectiva. A veces es garrote. A veces, simulación. A veces, sacrificio innecesario. Austeridad no es reducir sueldos al azar. No es castigar el trabajo eficiente. No es prohibir los viajes de trabajo necesarios mientras se consienten privilegios ocultos. Tampoco es empobrecer al funcionario público. La austeridad auténtica no precariza. Ordena. No humilla. Equilibra. No exhibe. Regula. Se trata de eliminar lo innecesario, no lo funcional. De contener el gasto, no de obstaculizar el desempeño. Como la justa medianía, exige criterios. Exige reglas. Exige coherencia. Pero incluso la austeridad ejercida legalmente puede parecer provocación en un país con desigualdad estructural. Lo permitido puede parecer injusto. Lo legal, ofensivo. Porque millones carecen de lo básico. Y cualquier exceso —aunque sea lícito— enoja. En ese contexto, gobernar no es solo aplicar la ley. Es persuadir. Es explicar. Es demostrar congruencia. Explicar el origen y uso de los recursos legítimos, incluso si fueron obtenidos antes del cargo, no es un gesto voluntario. Es un deber. Es parte del precio que implica ejercer lo público. Quien no quiere rendir cuentas, no debe ejercer poder.

Tercero. Un servidor público puede volar en clase ejecutiva. Puede comprar ropa de diseñador o relojes caros. Puede adquirir bienes raíces en zonas exclusivas si lo hace con su patrimonio. Con dinero propio. Con ingresos declarados. Con recursos lícitos. Legalmente, todo en orden. No hay falta. No hay sanción. Pero la pregunta real no es solo si es legal. Es si es legítimo. Si es oportuno. Si es responsable. En un país donde millones no tienen seguridad social, educación digna o vivienda básica, el contraste ofende. Porque no todo lo legal es bien visto. Y no todo lo bien visto es legal. Aquí entra en juego la percepción. Y la percepción pesa. La ciudadanía observa. Evalúa. Juzga. La imagen pública no es un lujo. Es una responsabilidad. México tiene memoria. Y también tiene lupa. Lo legal sin sensibilidad genera rechazo. Lo legal sin explicación produce desconfianza. La percepción se construye lentamente. Pero se destruye en un instante. Lo que se ve importa tanto como lo que se hace. La congruencia no es automática. Se demuestra. Se confirma con actos cotidianos. Con señales claras. La ética pública no se agota en cumplir la ley. Requiere prudencia. Empatía. Inteligencia. El funcionario no puede ampararse en el ámbito privado para justificar actos públicos que generan malestar colectivo. La vida privada merece respeto, sí. Pero no inmunidad. No impunidad simbólica. Representar al Estado es ejercer un deber constante. También fuera de horario. También en lo simbólico. La Constitución protege la intimidad, pero exige coherencia. No basta decir que se es diferente. Hay que demostrarlo. Vivirlo. Sostenerlo. Porque si todo se justifica igual, todo se repite igual. Y si todo se repite, entonces no hubo transformación. La 4T no puede ser distinta solo en el discurso. Tiene que serlo en el ejemplo.

En suma, lo legal no siempre basta. Lo legal sin empatía indigna. Lo legal sin legitimidad divide. Lo legal sin congruencia... traiciona. El poder no solo se ejerce. Se honra. Y quien no lo entiende, no merece ejercerlo.

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