Hacer yoga es un acto político. No me refiero al simple movimiento de gimnasio, hablo de la filosofía del yoga y la práctica del camino espiritual–colectivo al que invita. Aunque en Occidente se nos haya vendido como un ejercicio para tonificar músculos o reducir el estrés, su raíz es mucho más profunda. El yoga es una práctica espiritual milenaria, más antigua que muchas religiones, nacida para transformar al individuo desde dentro y, con ello, transformar a la sociedad.

Se dice que Jesús fue uno de los yoguinis que más conoció y profundizó en las capacidades espirituales de la India, que tuvo un viaje largo en el que conoció la doctrina de la paz y la meditación. Ha sido representado haciendo shanti mudra, una postura de la paz juntando dos dedos estirados a partir del índice y juntando los restantes hacia la palma. Al volver a su tierra, predicó el amor y la paz. Se convirtió en la figura espiritual que hoy conocemos y en gran parte del mundo creemos.

Ese vínculo entre lo íntimo y lo colectivo lo entendió mejor que nadie Mahatma Gandhi. Nacido en 1869 en Porbandar, India, Mohandas Karamchand Gandhi —a quien su pueblo llamó “Mahatma”, la gran alma— estudió derecho en Londres y ejerció en Sudáfrica, donde conoció de primera mano la discriminación racial. Fue ahí donde comenzó a forjar su filosofía de lucha: el satyagraha, la “fuerza de la verdad”, basada en la no violencia y en la resistencia civil.

Cuando regresó a la India, encontró a su país sometido por el Imperio británico. En lugar de llamar a la violencia, eligió un camino distinto: la disciplina espiritual como arma política. A través de ayunos, meditación, oración y yoga, Gandhi moldeó un liderazgo que inspiró a millones. No fueron los fusiles los que movieron a la multitud, sino la convicción de que un pueblo consciente de su dignidad podía desafiar a un imperio. La Marcha de la Sal en 1930 fue el mejor ejemplo: caminar cientos de kilómetros para desafiar a un monopolio se convirtió en un acto político cargado de simbolismo espiritual.

Gandhi encarnó la idea de que la paz no es pasividad, sino una forma de resistencia activa. Practicar yoga, respirar en calma, ayunar, eran gestos íntimos que proyectados al plano colectivo, se transformaban en desafío político. Esa visión lo convirtió en referente mundial, inspirando a líderes como Martin Luther King Jr. y Nelson Mandela.

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Sin embargo, cuando el yoga llegó a Occidente, fue despojado de esa carga transformadora. Se lo convirtió en una disciplina gimnástica, acompañada de ropa deportiva y playlists de meditación, ocultando que en su esencia el yoga es también un acto de rebelión contra la violencia y el sometimiento. Se nos quiso convencer de que era neutral, cuando en realidad es profundamente político: el yoga enseña que gobernarse a uno mismo, es el primer paso para no dejarse gobernar por la injusticia.

Hoy, en un mundo donde se habla de la construcción de paz como una meta universal, recuperar ese sentido es urgente. El yoga es un camino espiritual en el que se abarca el estado de la mente, de la energía, del sentir. Estirar el cuerpo es el inicio para estirar la mente. Es preparar al espíritu para resistir la violencia que observamos sin replicarla, para oponerse a la injusticia sin convertirse en su espejo.

El “humanismo mexicano” hoy se promueve como el proyecto ideológico de un movimiento pacífico. Pero la paz no es neutral. Hay quienes piensan que la paz es la recompensa de las guerras legítimas y hay autores que nombran a la política como la continuación civilizada de la guerra. Lo natural es el conflicto, lo sofisticado es la paz. Nuestro país está lejano a ella. Hoy más que nunca, la paz se antoja como algo revolucionario.