El fuero parlamentario mexicano ha sido objeto de múltiples reformas discursivas, pero mínimas modificaciones estructurales. Su persistencia revela no solo un déficit de voluntad política, sino una profunda distorsión del principio de igualdad ante la ley. Mientras el discurso oficial insiste en su supresión, el diseño normativo conserva intacto su blindaje. La brecha entre norma y práctica es funcional, no casual. El fuero, lejos de garantizar independencia legislativa, opera como instrumento de inmunidad penal selectiva. Permite la evasión de responsabilidades legales. La protección se convierte en refugio. La garantía, en privilegio. México es de los pocos países que aún conservan este tipo de escudos institucionales sin revisión judicial. Y es también de los que más escándalos de corrupción legislativa ha enfrentado. La correlación no es casual. Veamos.

Primero. El fuero nació como protección frente al abuso del poder. Su lógica original era clara: impedir que un legislador fuera perseguido por ejercer su función. Eso implicaba inviolabilidad de opinión y voto, no inmunidad penal general. Así se estableció en democracias como Francia, Reino Unido o Estados Unidos. México adoptó esa idea, pero la deformó. El artículo 61 protege opiniones legislativas. El artículo 111, en cambio, establece la llamada “declaración de procedencia”: un filtro político previo para iniciar procesos penales. Este mecanismo no requiere prueba de persecución. No tiene criterios objetivos. No contempla revisión judicial. Basta con que la mayoría legislativa vote en contra para impedir cualquier acción penal. Somete el ejercicio del derecho penal a la voluntad de una mayoría política. El fuero se vuelve poder de veto. Esta estructura ha sido utilizada sistemáticamente para proteger a legisladores acusados de corrupción, violencia o fraude. El proceso se convierte en escudo. La justicia queda subordinada a la política. Esto no es garantía democrática, es captura institucional. En otros países, la inmunidad es acotada y revisable. En México, es amplia, opaca y discrecional. En 2018 se presentó como histórica una reforma constitucional que supuestamente eliminaba el fuero. En realidad, solo amplió el catálogo de delitos por los cuales el presidente podía ser juzgado. El mecanismo de protección legislativa quedó intacto. La estructura de privilegio no fue alterada. La declaración de procedencia continúa siendo una barrera insalvable. No hay consecuencias por denegarla sin justificación. El diseño institucional perpetúa el privilegio.

Segundo. Esta simulación reformista perpetúa un desequilibrio estructural. La justicia penal sigue subordinada a la política. La autonomía del Ministerio Público depende de los votos en el Pleno. Y el Poder Judicial, aún con competencia formal, no puede actuar sin la venia legislativa. El equilibrio de poderes queda roto. La apariencia de cambio impide la reforma real. Se mantiene la forma, se vacía el fondo. En otros países las cosas son muy distintas. El fuero parlamentario se ha acotado con claridad. Las democracias constitucionales han delimitado su alcance al ámbito estrictamente funcional. No existen filtros políticos para la persecución penal por delitos comunes. La inmunidad protege la función, no a la persona. Alemania permite al Bundestag suspender el fuero por mayoría simple. Francia contempla la autorización de la Mesa, pero con revisión judicial. Italia eliminó el filtro político tras una reforma profunda. Estados Unidos y Reino Unido limitan la inmunidad a la expresión legislativa, nunca al delito común. México, en contraste, conserva un esquema procesal profundamente regresivo. La Cámara de Diputados puede impedir que un legislador sea procesado sin motivación técnica. La decisión es política, no jurídica. Y no admite revisión externa. Esto convierte al Congreso en un ente de protección corporativa. La figura que debía proteger la libertad de expresión parlamentaria se transforma en instrumento de impunidad. El modelo se aleja de los estándares internacionales. No solo por su diseño, sino por su uso. Se bloquean investigaciones. Se protegen aliados. Se castiga la oposición. El fuero deja de ser institucional y se convierte en faccioso.

Tercero. La inmunidad funcional debe proteger la libertad del parlamento, no convertirse en escudo de delitos personales. Cuando el fuero se transforma en blindaje penal, se corrompe su naturaleza. Y cuando la política legisla su propia impunidad, se erosiona el principio republicano. Un Congreso democrático no puede coexistir con privilegios procesales. Quien representa al pueblo no debe estar por encima del derecho. La igualdad ante la ley no admite excepciones parlamentarias. La justicia debe ser accesible, oportuna e imparcial. Si se condiciona al voto político, se anula. Si se posterga por interés corporativo, se pervierte. La impunidad parlamentaria no fortalece la democracia: la sabotea. Una reforma real implicaría eliminar la declaración de procedencia. Sustituirla por un control judicial posterior. Establecer límites estrictos a la inviolabilidad. Transparentar los procedimientos. El poder sin control se transforma en abuso. Y el abuso con protección institucional se vuelve sistémico. Ya no hay margen para la simulación. El fuero no es garantía: es privilegio. No protege al legislador, protege al corrupto. Mientras exista, la justicia será rehén del cálculo político. Sin responsabilidad pública, no hay legitimidad. Sin legitimidad, no hay República. ¿No se necesita voluntad de cambio? ¿ La ciudadanía no debería exigir transparencia y responsabilidad? No hay representación legítima sin rendición de cuentas. Y no hay justicia real mientras existan excepciones procesales por cargo público.

El fuero, en su forma actual, es una anomalía democrática. Su reforma no es solo deseable: es urgente. Porque una democracia madura no protege privilegios. Protege derechos. Porque el poder legislativo no necesita blindajes. Necesita legitimidad. Y esta solo se construye con igualdad y justicia.

Las columnas más leídas de hoy

@evillanuevamx

ernestovillanueva@hushmail.com