En México, cada día son asesinados siete menores de edad. De ellos, 3.1 en promedio, son víctimas de homicidios dolosos, 3.9 son culposos. Lo más escandaloso: de los crímenes dolosos, el 72% son por armas de fuego, principalmente contra adolescentes.

¿Qué tienen en común Fernando Ruiz Flores de 19 años en Tamaulipas, Lalo y Jonathan de 13 y 15 años en Amatlán, Veracruz con los 43 normalistas de Ayotzinapa en Guerrero?

Todos tuvieron muertes criminales, eran jóvenes, sin verdad y sin justicia.

Fernando era técnico en enfermería y la vida le fue arrebatada en Tamaulipas, como a otros tantos, durante la masacre de terror. Lalo y Jonathan lavaban una camioneta en Amatlán Veracruz cuando, según algunas versiones, fueron víctimas de un fuego cruzado entre delincuentes y policías. Otras fuentes aseguran que el ataque fue directo.

En 2014, el país se cimbró con la desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa. La colusión entre fuerzas del estado y grupos criminales se ha presentado en dos ocasiones como “verdad legal”. Sus cuerpos nunca fueron identificados y las familias continuan rogando justicia, sin embargo, no fue un caso aislado.

Desde 2010, la violencia criminal ha arrebatado más jóvenes teniendo en cuenta que se le considera dentro de este grupo poblacional, a las personas menores de 30 años. Las narrativas entre las entidades con mayores muertes violentas de jóvenes como Guanajuato, Michoacán, Estado de México y Veracruz son similares: “vinculados a grupos”, “confusión con miembros de otros cárteles”, “fuego cruzado”… como si ello hiciera menos graves sus muertes.

La minoría de edad es un comodín para la delincuencia organizada que, aprovechando el régimen de justicia penal para adolescentes, destruye las infancias desde los 8 o 9 años para construir sicarios en donde antes había niños.

Entre enero y mayo de 2021, han sido víctimas de homicidio con armas de fuego 340 jóvenes según el Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP). En 2016, bajo el gobierno de Peña Nieto, se expidió la Ley del Sistema Integral de Justicia Penal para Adolescentes con la esperanza de que las cárceles dejaran de ser escuelas del crimen y fuesen espacios de efectiva reinserción social para los menores que delinquieran.

Aunque los motivos implicaban una visión menos punitivista, el sistema aislado en la ley, sin políticas públicas de seguridad con perspectiva de juventud, ha generado una carnada para los grupos delictivos que los levantan, secuestran, forman y arrojan a la guerra, ya que bajo este sistema, los delitos cometidos antes de cumplir 18 años, reciben penas menores y garantiza el retorno a sus filas.

Si el menor tiene entre 12 y 14 años, independientemente del delito, no se impone prisión sino medidas no privativas de la libertad, máximo por un año.

Lo máximo que puede estar un menor preso son 5 años en los casos de homicidio calificado, violación tumultuaria, secuestro; igual que los delitos en materia de trata de personas y delincuencia organizada. Nunca puede rebasarse esa sanción.

El problema no son las sanciones cortas para crímenes tan graves, sino que en un país en el que los jóvenes matan y mueren, la ausencia de seguimiento, protección, reinserción y apoyo los condena prácticamente a la muerte. El abandono del estado implica una ruptura tan profunda que no bastan programas sociales. Ni siquiera campañas de criminalización contra el uso de drogas. El error está en pensar en que los menores se involucran por voluntad propia en ese mundo, cuando estructural y contextualmente están más expuestos a la violencia que a un espacio educativo seguro.

En contexto pandémico es aún peor: ni siquiera una escuela puede salvar a un menor de un levantón.

De acuerdo con REDIM, de enero a mayo de 2021 se han registrado 1,051 homicidios de niñas, niños y adolescentes en México, de los cuales 244 eran mujeres y 807 eran hombres. En el mismo periodo, hubo 460 homicidios dolosos de niñas, niños y adolescentes en el país: 67 eran mujeres y 393 eran hombres.

La pregunta obligatoria es: ¿Los juvenicidios vinculados a una muerte con arma de fuego, a su vez, tenía relación real con grupos del crimen organizado? En vez de una falsa justificación de su deceso, ¿No tendría que ser un escándalo?

Un asunto de clase

Estudiar sigue siendo un privilegio de clase. En 2017, el ahora extinto Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación identificó que la tasa de deserción escolar más alta en el país se da entre los jóvenes de 15 y 19 años, que representa a un 14,4% de un total de cinco millones de estudiantes que se matriculan cada año en el nivel medio superior.

En aquel reporte, el abandono escolar de los hombres fue mayor que en las mujeres en todos los niveles y grados analizados, con causas como la emigración, trabajo y la muerte. Hoy ni siquiera lo medimos. El hecho es que ni todos los adolescentes llegan a “construir el futuro” y que las becas tampoco garantizan quedarse lejos de las garras de la criminalidad, pero el juvenicidio no para. Mantener a las juventudes seguras, antes que ocupadas, tendría que ser una prioridad… no la carrera presidencial.

Mi Twitter: @FridaGomezP