Vivimos tiempos paradójicos. Mientras presumimos ser parte de una sociedad democrática y de instituciones republicanas, florecen prácticas inquisitoriales disfrazadas de justicia, y se activan linchamientos digitales en nombre de la corrección política. No hace falta ya la antorcha ni la horca; bastan un par de tuits, una sentencia de tribunal con sesgo ideológico y una opinión que incomode al poder o a los guardianes del pensamiento oficial para que alguien sea condenado al escarnio público o la humillación institucional.

Ahí está el caso de Javier ChicharitoHernández, futbolista mexicano con carrera internacional, que se atrevió —¡atrevimiento imperdonable!— a hablar desde su experiencia, desde su perspectiva, sobre las problemáticas que enfrentan los hombres en la sociedad contemporánea. Dijo que también hay violencias que se ejercen contra los varones, que el dolor humano no tiene género, que es válido hablar de lo masculino sin culpabilizarlo de todo mal. Javier también opinó, desde su punto de vista, respecto del papel de la mujer frente a los hombres. Le llovieron críticas, ofensas, etiquetas. No importó su trayectoria ni la claridad de su discurso: pensó distinto, y por ello fue linchado en la plaza pública digital.

Fue el nuevo hereje

La turba no pidió explicaciones, no hubo diálogo. En cuestión de horas, se activó el pelotón del juicio sumario en redes sociales, donde cualquier matiz desaparece y lo que importa es aplastar al disidente. Porque eso es lo que se ha convertido hoy la opinión pública: una máquina implacable de escarnio que se mueve al ritmo de la indignación prefabricada, impulsada muchas veces por intereses políticos o ideológicos disfrazados de defensa de derechos.

Pero el caso de “Chicharito” no es aislado. Es apenas un síntoma de algo más grave: la persecución de quien opina, cuando lo hace en contra de figuras con poder. Y es aquí donde el caso conocido como “Dato Protegido” revela el verdadero rostro de la mordaza institucional.

Una usuaria de la red social X, antes Twitter, fue denunciada por una diputada de Sonora luego de expresar críticas relacionadas con las circunstancias en que habría obtenido su candidatura. ¿Cuál fue el argumento de la legisladora? Que se vulneró su honor, su reputación, su imagen. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación no sólo le dio la razón, sino que impuso a la ciudadana una sanción que roza lo absurdo: pedir disculpas públicas durante 30 días consecutivos, con el siguiente mensaje:

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“Te pido una disculpa, DATO PROTEGIDO, por el mensaje que estuvo cargado de violencia simbólica, psicológica, por interpósita persona, digital, mediática y análoga, así como de discriminación, basado en estereotipos de género. Esto perjudicó tus derechos político-electorales porque minimizó tus capacidades y trayectoria política”.

La propia presidenta Claudia Sheinbaum, calificó como un “exceso” la sentencia del Tribunal. Afirmó, “el poder debe ejercerse con humildad, no con soberbia…”.

No se trató de una calumnia malintencionada ni de una campaña de odio. Fue una crítica. Una opinión publicada en un espacio que debería ser libre para disentir. Pero en este país, cuando se toca a quienes tienen fuero y vínculos de poder, la balanza se inclina sin pudor. La diputada demandante es esposa del actual presidente de la Cámara de Diputados. No hay necesidad de explicitar el conflicto de interés: basta ver el desenlace para entender que la justicia, como muchas veces ocurre en México, no es ciega… Es selectiva.

La mordaza se impuso desde el estrado. No con gritos, sino con una pluma. No con antorchas, sino con jurisprudencia torcida. El tribunal, en lugar de proteger la libertad de expresión como lo mandata la Constitución y lo reconocen organismos internacionales, decidió imponer una penitencia ejemplar. Como si el ejercicio del derecho a opinar se convirtiera en delito en cuanto molesta a un poderoso.

Así como en los siglos oscuros se pedían abjuraciones públicas para salvarse de la hoguera, hoy se exige a los ciudadanos que renuncien a su voz, que pidan perdón por haber señalado lo que no debía señalarse. Que bajen la cabeza, que escriban su retractación con letra bien clara… Y durante 30 días.

Pero el signo de estos tiempos no sólo se manifiesta en las cortes ni en las multitudes digitales. También se manifiesta en la calle, donde el odio y la intolerancia germinan con rapidez y sin freno. Hace apenas unos días, una mujer se volvió tendencia nacional por agredir verbalmente a un agente de tránsito que pretendía sancionarla. Su conducta fue deplorable: expresó frases racistas, groseras y despectivas que, con justa razón, indignaron a la mayoría. Pero lo que ocurrió después plantea otra inquietud que no podemos soslayar: tras viralizarse el video, la mujer fue objeto de agresiones físicas y verbales por parte de personas que decidieron “hacer justicia” por mano propia.

¿Hasta dónde llega la legítima condena social y dónde comienza el exceso violento? ¿Hasta qué punto es válido evidenciar públicamente una actitud reprobable y en qué momento se transforma en cacería de brujas? Como sociedad, tenemos derecho a rechazar actitudes discriminatorias, pero no a sustituir el Estado de derecho por la justicia callejera.

La agresión física a esta mujer, aunque sea imposible simpatizar con su actitud, nos enfrenta a una pregunta incómoda: ¿qué tan lejos estamos de normalizar el linchamiento físico como prolongación del linchamiento digital? La respuesta debería preocuparnos a todos.

Estos tres casos —el linchamiento a Chicharito, la sentencia contra una ciudadana crítica, y la agresión a una mujer racista— nos enseñan que estamos normalizando la intolerancia desde todos los frentes. Una intolerancia que se mueve por dos vías: la del juicio social inmediato, sin matices ni derecho de réplica; y la del castigo institucional, con tribunales que actúan con doble vara dependiendo del poder de quien denuncia. Ambos caminos conducen al mismo destino: el miedo a opinar, el miedo a disentir… Y el miedo a equivocarse.

La libertad de expresión no significa coincidir. Significa poder disentir sin temor a ser destruido. Significa que un futbolista pueda hablar de lo que piensa sobre la masculinidad sin que le nieguen el derecho a ser escuchado. Significa que una ciudadana pueda cuestionar a una legisladora sin ser convertida en ejemplo de lo que pasa cuando uno se mete con quienes mandan. Significa también que una persona que incurre en un acto repudiable tenga derecho a un proceso legal, no a ser golpeada por una muchedumbre.

No es libertad si no hay derecho a equivocarse, a decir lo incorrecto, a debatir con firmeza, incluso a provocar el disenso. Si la libertad sólo se permite cuando está alineada con la corrección política, entonces no es libertad: es concesión, es permiso condicionado, es simulacro democrático.

En esta democracia a medias, opinar es peligroso si no lo haces en la dirección correcta. Si no repites el discurso dominante, si no te alineas con la narrativa oficial, te arriesgas a ser quemado por la turba o sancionado por el Estado. Lo más preocupante es que esto ya no ocurre en las sombras: sucede a plena luz del día, con transmisión en redes, boletines institucionales y fallos judiciales publicados como advertencia.

Por eso hay que decirlo con claridad: hoy más que nunca, defender la libertad de expresión es defender la posibilidad de una democracia real. Una donde no se castigue la crítica, una donde no se imponga el perdón obligatorio como forma de sumisión, y una donde no se justifique la violencia contra nadie, ni siquiera contra quien se equivoca o provoca con sus palabras.

Porque si seguimos permitiendo que se apaguen voces con linchamientos y sentencias humillantes, pronto todos hablaremos en susurros… O dejaremos de hablar.

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