Para quienes están en la política, la democracia es un vehículo, un instrumento para ganar el poder, no un proceso que parte de valores y principios, como la convicción de que la última palabra la tiene el voto. Esto no significa que el pueblo nunca se equivoca; sucede, y con frecuencia. La decisión de la mayoría es incuestionable por ser mayoría, no por tener la razón o por otras consideraciones. La elección en Chile deja una enseñanza de madurez democrática: el gobierno y su candidata reconocen el triunfo del adversario y este responde con comedimiento. La reconciliación es capítulo del proceso y parte del respeto riguroso a la decisión ciudadana manifiesta en una mayoría de votos.
La precaria cultura democrática en nuestro país significa que los jugadores —candidatos y partidos— con frecuencia se resisten a aceptar un resultado adverso, y es común invocar la trampa o el complot, incluso entre personas de amplísima experiencia, como el candidato presidencial del PRI en el año 2000, quien explicó su derrota como producto de una conspiración, de un acuerdo con EU. Resistencia a aceptar la decisión mayoritaria. Un contraste con lección de Diego Fernández de Cevallos candidato del PAN seis años antes.
Un país de malos jugadores se explica por el precedente. Los resultados de la elección presidencial de 1988 fueron discutibles por la manera en que se organizó la contienda, además de las condiciones de inaceptable inequidad para el opositor, que vuelve irrelevante perder por cinco o quince puntos; se jugó mal desde el poder, restando legitimidad al resultado. Difícil reconocer el triunfo del PRI y de su candidato, Carlos Salinas de Gortari.
En 2006 también hubo base para la disputa. Fue diferente a 1988 porque la estrechísima diferencia, origen de la controversia, hace pensable que cualquier irregularidad pudiera haber modificado el resultado favorable al PAN y a su candidato, Felipe Calderón. La jornada electoral fue impecable en lo general, como las que ha organizado el IFE y hoy el INE, pero los mandatarios locales fueron convocados a involucrarse en la contienda. La diferencia en los resultados fue en las casillas donde el PRD no tuvo representantes. Nuevamente, la ilegitimidad para unos, la duda para otros dio espacio al rechazo del resultado.
Siete años de obradorismo exhiben su pulsión autoritaria, presente incluso en sus intelectuales orgánicos. Se suscribe la causa como superior, y bajo la ética populista todo se justifica cuando se gobierna para los pobres, incluso la destrucción de las instituciones democráticas y el ataque a las libertades, singularmente, la de expresión. Oprobiosa la facilidad con que se acepta la tesis de un supuesto elevado costo para justificar la devastación institucional, claramente, de los órganos autónomos y del Poder Judicial. La República ha sido tomada por asalto en nombre de la lucha contra la corrupción y el dispendio. No importan los escándalos de venalidad, la adicción de Morena al dinero o el contrabando de combustibles, orquestado desde la Secretaría de Marina, atraco mayor a la nación.
El veredicto de las urnas es indiscutible. Problema que el país esté destruyendo la institucionalidad que ofrece competencia justa y certeza a los resultados, además de padecer la inequidad y la interferencia del crimen organizado en las elecciones. Se están construyendo las bases para que la disputa por el poder no transite por la normalidad democrática, asunto que no favorece a nadie, menos a las mayorías, a los ciudadanos y a la convicción de que el voto es la mejor vía para resolver la competencia por el poder.
Estados Unidos deja una lección: Trump no debió competir, no por su ideología o falta de escrúpulos, sino porque había sido acusado y sentenciado por delitos nada menores. Se le permitió hacerlo y ganó con una mayoría legislativa, que ha dado lugar a un gobierno que ataca los fundamentos de la democracia. Pero la fuerza de la opinión pública revela que su periplo será corto, incluso que puede transitar a la condición de indiciado resultado de la corrupción que él mismo promueve. Con él, Estados Unidos ha dejado de ser la guía luminosa de la democracia liberal posterior a la Segunda Guerra Mundial. Pero lo doblarán los votos de la elección intermedia, no los diarios ni las redes sociales a pesar del apoyo de sus dueños.
Algo semejante podría presentarse aquí en 2027, con la reserva del proceso de destrucción de las instituciones democráticas en curso. En todo caso, será el veredicto de las urnas lo que importe, si existen condiciones razonables para la competencia.



