“¿Qué estás viendo en el celular? ¿Quién te escribe? Anoche llegaste más tarde que de costumbre. Te estuve marcando varias veces y no me contestaste. ¿Con quién estabas?” –“Con nadie, estuve en una junta y no podía atender la llamada”. –“Qué tal si hubiera sido una emergencia... ¡te marqué más de diez veces!”. –“Perdóname, de verdad me fue imposible”.

“¡Siempre sales con lo mismo! ¿Quiénes estuvieron en la reunión? ¡A ver, enséñame el celular!... ¡Dame el pinche celular!”

Se lo di. Con el dedo índice comenzó a recorrer la pantalla, las imágenes se reflejaban en sus ojos. Como yo no tenía nada qué esconder, me senté en el sofá mientras revisaba mis mensajes.

Al terminar, me lo aventó con todas sus fuerzas a la cara. “¡Nomás te digo, con que me salgas con alguna chingadera ya verás!”, expresó. –“No grites por favor, vas a despertar a los niños”. –“Lo único que te importan son ellos, y yo valgo madres... Pero, te advierto: ¡a la primera que me hagas, jamás volverás a verlos!"

Me quedé sentado en el sofá en silencio. Ella subió frenética las escaleras y se metió en la recámara dando un portazo. “Ya se le pasará”, pensé. La ceja izquierda me sangraba un poco, me puse hielo… Sentía un profundo desconsuelo, no podía decirle nada a nadie.

Las columnas más leídas de hoy

Al día siguiente, al llegar a la empresa mi socio me preguntó: “¿Y ahora qué te pasó güey. A mí se me hace que tu vieja te pega”. Silencio, pena... vergüenza.

Poco antes de las seis de la tarde, que era la hora de mi salida, si no había esas malditas juntas, me apuraba para dejar todo en orden y llegar a casa a buena hora para estar con mis tres hijos y, sobre todo, para evitar que Sofía se enojara. El tráfico, la inmovilidad de esta maldita ciudad me retrasaba, veía todo el tiempo el reloj digital del tablero: los minutos lentos, que para mí, transcurrían como si fuesen horas…

Sentía desesperación, lo confieso; pavor de perder a mis hijos. No encontraba la manera para calmar las cosas. El único tiempo en el que me podía desahogar era durante esos eternos trayectos. ¿A quién contarle sin que se riera de mí?... A nadie.

Por fin llegué a casa, pero tarde. Apenas abrí la puerta y apareció furiosa. Estaba escondida esperándome. Nomás di un paso hacia el interior y se abalanzó en contra de mí, dándome golpes en el pecho, empujándome. Me cacheteó cuando me tenía contra la pared.

“¿Con qué pretexto me vas a salir?... ¡Ya me tienes hasta la madre! ¿Ahora en qué junta estuviste o, mejor dicho, con qué vieja? Estabas con ella, ¿verdad?, con la que te saludó muy efusiva el día de la cena de Año Nuevo. La del vestido verde entallado. A mí no me vas a ver la cara de pendeja”. –“Cálmate, Sofía, yo no tengo nada que ver con ella ni con nadie; te lo juro por mis hijos”. –“¿Tus hijos? Son mis hijos... ¡mis hijos!... ¿lo oyes bien?... ¡Y a ellos ni los metas, animal!”.

“¡Dizque eres un ejecutivo de una gran empresa, ¿no?, pero como hombre no vales nada. Nada... Eres un pobre pendejo!”.

Me quedé callado como siempre, quería responder, explicarle, pero las palabras se quedaban atoradas en mi garganta… –“¡Contesta, imbécil!”-. Me agarró del pelo, me zarandeó, sus uñas se encajaron en mi cuero cabelludo…

“No te quiero en mi recámara. ¿Oíste bien? Me repugna tu olor”. Con el rabillo del ojo vi que mis hijos estaban viéndolo todo. Sus pequeñas manos estaban aferradas a los barrotes en el pasillo de arriba, el que conducía a las recámaras; las lágrimas que recorrían sus caritas se veían claras por la luz…

Sofía se dio cuenta y subió corriendo. -“¡Hijitos, no pasa nada. Todo es culpa de su papá que no nos quiere!”-. Me quedé paralizado, mudo como siempre.

Las agresiones fueron en aumento. Yo solo me cubría con los brazos para que no volviera a encajar esas filosas uñas en mi cara, en ninguna parte de mi cuerpo. Me daba patadas... aventaba frenética todo lo que había a su alcance.

No sabía qué hacer, no podía decirle a nadie. Si le contaba a alguien de lo que me sucedía quedaría en ridículo; seguro se burlarían de mí; me dirían lo poco hombre que soy.

Un domingo por la tarde, recibí un mensaje. –“¿Ahora con quién chateas? Es día de descanso, ¿no? ¿O me vas a salir que es algo de la empresa?”-. Estábamos viendo la tele, los niños no estaban, se abalanzó sobre mí para quitarme el teléfono. Esta vez, evité que lo hiciera. –“No, no te voy a enseñar nada, Sofía, nada”-. Forcejeamos. –“¡Me engañas maldito!”

Tomó la botella de vino y, fuera de sí, me dio un fuerte golpe en la cabeza, para romperla después, con el filo de la mesa de mármol que teníamos al centro. Estaba aturdido, algo caliente cubría mi cara, sabía que era sangre y ella, encolerizada, comenzó a hacerse cortes en los brazos en frente de mí…

Me acusó de maltrato. Afirmó que si esto seguía, terminaría matándola. Nadie me creyó cuando declaré que ella era la agresora… Nos divorciamos. Pidió todo, hasta lo imposible para reparación del daño, para la manutención de nuestros hijos y una pensión extra para ella.

Han pasado más de cinco años y no he podido ver a mis hijos…

Según fuentes del DIF Nacional, apenas el 2 por ciento de las denuncias por violencia intrafamiliar son realizadas por hombres. Callan porque ellos enfrentan barreras como estigma, incredulidad y burla social.

Existe la creencia de que un hombre no puede ser víctima de una mujer. No denuncian porque temen que al hacerlo serán objeto de burlas o que se cuestione su masculinidad. Se sienten avergonzados por no poder controlar la situación, por sentirse “menos hombres”. Esto genera un círculo de silencio, donde la violencia se repite una y otra vez.

La violencia vicaria es una forma de violencia en la que el agresor usa a los hijos o a las hijas con el objetivo de dañar a la madre y ¿qué es de los padres? ¿De aquellos hombres que son víctimas de violencia por las madres de sus hijos?

Hay sin duda mujeres perversas, que como arma toman a sus hijos para vengarse del papá, son crueles, ambiciosas, mentirosas... utilizan toda clase de argucias para quitarles a sus hijos y, además, los adoctrinan para que los odien, hasta terminar con ellos.