Frases como: “El que no transa no avanza” y “hay que tener para poder”, acompañaron durante décadas a los gobiernos priistas y otros gobiernos autoritarios en América Latina; la ostentación de la riqueza que obtenían de los espacios públicos fue lo primero que la ciudadanía repudió, por eso la austeridad ha sido la primera de las pretensiones del gobierno de la Cuarta transformación y, es la primera lucha frontal que, desde el ejemplo personal, viene dando la primera mujer presidenta de México.
Lo primero que nos debía hacer diferentes de los gobiernos autoritarios, corruptos y antidemocráticos era la austeridad; es decir, darle un valor lo suficientemente remunerado al trabajo de funcionarios públicos, sin que se excedan los principios de la justa medianía.
Hay que vivir en un espacio habitable, digno y decoroso; hay que tener una alimentación adecuada y equilibrada, hay que ofrecer a nuestras familias tiempo y actividades recreativas y culturales, hay que brindar a nuestras hijas y nuestros hijos la oportunidad de estudiar hasta el nivel que quieran. Esos parámetros hay que pensarlos para todas y todos.
Si nos colocamos en ese plano y no pensamos en la educación solo de los hijos de quienes gobiernan, sino de los hijos de la gente que se gobierna, es más sencillo determinar qué es la medianía, la justa medianía: un equilibrio básico de las economías, no un proceso de mediocridad y precarismo.
Además, debe haber disposición a informar cómo se gastan los recursos del presupuesto, en qué se gastan, cuándo se gastan y quién los gasta, quiénes son las personas beneficiarias de los programas, obras con más trámites y, en general, del ejercicio presupuestal.
Nadie debería temer o vacilar en sus declaraciones patrimoniales, la lógica aritmética es muy sencilla: lo que tengo, lo que poseo, lo que he acumulado a lo largo de mi vida, mi patrimonio y el de mis hijos, debe ser la suma de mis ingresos y los de mi pareja, menos los gastos y compras que he realizado a lo largo de mi vida.
Todo lo que esté fuera de los ingresos comprobables y los gastos deducidos de ellos, todo lo que aritméticamente no puede ser explicado con lógica y sentido común, es de alguna u otra forma corrupción.
No hay super funcionarios más comprometidos o menos comprometidos, todos son servidoras y servidores públicos, todas y todos tienen un ingreso, quienes tienen cargos de secretarías, direcciones, coordinaciones, en fin, que forman parte del gabinete principal y ampliado, gozan de sueldos lo suficientemente holgados para tener disponibilidad las 24 horas del día; su trabajo es eso, nadie hace un trabajo voluntario, sin remuneración o probono.
Por eso, es poco ético excusarse en las duras jornadas de trabajo para disfrazar el arribismo de quienes, desde un puesto legislativo, o de la administración pública, a la primera oportunidad y sin mucho sustento, inventan viajes, antes impensables, a cualquier destino en el extranjero.
La rendición de cuentas obligatoria parece ser, para quienes integran los congresos locales y federales, una oportunidad para justificar el dispendio de recursos y de paso ser instrumento de la promoción personal y el proselitismo descarado; entonces ese acto republicano de rendición de cuentas transmuta en otra faceta de la corrupción.
En el primer año de gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum se han evidenciado quiénes se creen beneficiarios de la “justicia revolucionaria” y, como en los peores momentos de los gobiernos perredistas, llenan hasta el espacio más pequeño de familiares y allegados, y explotan hasta la última de las posibilidades, legales o no, de ingresos económicos, tras el discurso de la lucha y compromiso con el pueblo.