Uno de los asuntos que poco se explora por la velocidad con la que circula la información en la era digital es la opinión. Sí. La que se plasma en artículos y columnas en los medios. Debe partirse de que la opinión nunca es imparcial. Toda voz nace de un espacio alimentado de experiencias, circunstancias, y convicciones. Pretender neutralidad absoluta es desconocer la naturaleza de la palabra pública. Lo que sí puede exigirse es honestidad: decir desde dónde se habla y sostener lo que se afirma con razones. La franqueza es lo que distingue a la crítica de la consigna. En un país marcado por la polarización, esa diferencia no es un matiz, sino una necesidad. Véase si no.
Primero. La honestidad en la opinión es lo que permite que la palabra conserve dignidad. Fingir neutralidad mientras se defienden intereses ocultos degrada cualquier discurso. En México, el clima político ha borrado los matices: cualquier opinión se interpreta como lealtad ciega o como traición absoluta. Esa lógica binaria genera sospecha y alimenta la intolerancia.
En los últimos meses, debates sobre seguridad o justicia han sido reducidos a un simple “estás con ellos o contra ellos”. Quien intenta matizar queda atrapado en un fuego cruzado. Lo paradójico es que la diferencia no debería ser vista como amenaza, sino como parte de la pluralidad. La democracia se sostiene en la diversidad de voces. John Stuart Mill lo expresó con claridad: solo escuchando todo lo que se tenga que decir sobre un hecho se puede empezar a acercarse a la verdad. Una opinión honesta no promete neutralidad, pero sí transparencia. Reconoce sus sesgos, los expone y los somete a contraste. Esa franqueza incomoda, pero mantiene vivo el valor del diálogo. Lo contrario es teatro de consignas: una simulación de debate que en realidad clausura la discusión.
Segundo. Las redes sociales son un espejo de esta polarización. Ahí se ven con nitidez los debates que no se sostienen en razones, sino en descalificaciones rápidas. Una discusión sobre los resultados de una elección se convierte, en cuestión de segundos, en un intercambio de insultos: “vendido”, “ignorante”, “fanático”. Los argumentos desaparecen bajo la avalancha de etiquetas. En Twitter (hoy X), basta revisar un hilo para constatarlo: un usuario presenta un dato, otro responde con un adjetivo, y pronto se desencadena una cadena de ataques personales. En Facebook, los grupos se cierran en burbujas donde solo circula lo que refuerza las convicciones ya instaladas. Son las cámaras de eco que alimentan los sesgos de confirmación. A esto se suma la posverdad, que convierte un hecho verificable en relato maleable según la conveniencia, y las fake news, que corren con más velocidad que la rectificación.
Así ocurrió en las pasadas elecciones, donde circularon noticias falsas sobre supuestos fraudes, compartidas millones de veces antes de que nadie pudiera desmentirlas. La indignación se viralizó más rápido que cualquier prueba. Y en ese ambiente, escuchar al otro se percibe como debilidad, aceptar un argumento válido del adversario parece una rendición. La opinión honesta, en medio de ese ruido, se convierte en un acto de resistencia: no grita, argumenta; no descalifica, razona.
Tercero. El costo de esta dinámica es profundo. El espacio público se llena de ruido, la palabra pierde valor y la confianza se erosiona. Lo que domina no es la discusión, sino la sospecha. La democracia se empobrece porque la diversidad se ahoga bajo la ilusión de unanimidad. Opera entonces lo que se conoce como la espiral del silencio que se basa en que: muchos callan por temor a ser señalados o ridiculizados. En las redes se nota con claridad: hay usuarios que prefieren observar sin comentar porque saben que cualquier matiz puede convertirse en motivo de linchamiento digital. Ese silencio, sin embargo, no es inocuo. Refuerza la ilusión de que todos piensan lo mismo, cuando en realidad lo que ocurre es que las voces distintas han sido silenciadas. Lo repetido hasta el cansancio parece verdad, lo callado parece inexistente.
La intolerancia se convierte en norma, y la valentía en excepción. Romper esa espiral exige coraje. Coraje para expresar un juicio propio, aunque provoque rechazo. Coraje para disentir, aun cuando implique recibir una cascada de insultos. La honestidad no elimina el conflicto, pero lo vuelve real. Y en ese contraste auténtico es donde la democracia encuentra oxígeno. Callar para encajar es claudicar. Decir lo que otros callan es rescatar la palabra de la estridencia.
En suma, a mi juicio, el tiempo actual no pide voces que aparenten neutralidad. Pide voces honestas. No reclama fingir objetividad, sino sostener argumentos claros. La imparcialidad es imposible, pero la integridad no lo es. La libertad de opinar exige responsabilidad. Sin honestidad, la opinión se degrada en ruido.
México enfrenta un dilema: recuperar el juicio crítico o rendirse a la manipulación emocional. La diferencia entre una democracia viva y una democracia vacía está en distinguir entre opinión y propaganda, entre crítica y estridencia. Callar por miedo es claudicar. Opinar sin honestidad es traicionar la palabra. Opinar con razones, aunque incomode, es mantener viva la libertad de pensar. Resistir es sostener la palabra propia frente al silencio impuesto. Resistir es defender la honestidad frente a la simulación. Resistir es opinar con razones cuando todo empuja a callar. Resistir es la forma más clara de preservar la libertad. Resistir no es un gesto aislado, es un deber cotidiano. Resistir es recordar que la aproximación a la verdad nunca es cómoda, pero siempre es necesaria.
@evillanuevamx