Aunque mi sapiencia es limitada, la experiencia me ha enseñado que todas las religiones se sostienen en tradiciones y dogmas arraigados. Hoy, en un mundo definido por la inmediatez tecnológica, la imagen del primer Papa norteamericano portando un Apple Watch no es solo una curiosidad moderna, sino un símbolo del futuro que se avecina para la Iglesia católica.
¿Qué habrían pensado los líderes religiosos de hace 25 o 1500 años al ver una herramienta así? Probablemente la habrían considerado algo divino o inexplicable, una manifestación de lo sobrenatural. Hoy, en cambio, representa una puerta abierta hacia un mundo de conocimiento, tecnología y nuevas posibilidades para la fe.
Y sin embargo, este avance nos confronta con uno de los males más persistentes de la humanidad: la incomprensión. No aquella que nace de la ignorancia inocente, sino la que justifica la violencia. La que llevó a asesinar en nombre de Dios, a quemar vivos a los disidentes, a convertir la diferencia en pecado y la fe en dogma excluyente.
Tal vez no se trate solo de un pecado —que, al fin y al cabo, es una noción doctrinal—, sino de una actitud envenenada que ha cruzado los siglos: la de afirmar “yo estoy bien y tú estás mal”, sin espacio para el matiz ni la duda. Esa certeza inflexible ha alimentado guerras, exilios y silencios. Hoy, resuena en la polarización y su consecuencia: la intolerancia.
En contraste, un reloj en la muñeca del Papa parece un signo leve, casi trivial. Pero en su aparente simpleza hay una provocación: el símbolo del tiempo, de la conexión, de la inteligencia distribuida. Tal vez no sea un adorno tecnológico, sino una invitación a reconfigurar la fe desde la razón. A recordar que el tiempo corre y que el verdadero milagro no está en desafiar las leyes naturales, sino en comprenderlas.
Es inevitable pensar que, en otra época, un Papa que hubiera sugerido que un objeto tan pequeño podría albergar toda la sabiduría del mundo —lenguas, mapas, libros sagrados, tratados científicos— habría sido tildado de blasfemo. No hace tanto, una afirmación así bastaba para merecer la hoguera, después de un juicio sumario… O quizá antes, por si las dudas.
Piénsese, por ejemplo, en el anillo del pescador. Aquel símbolo de autoridad servía para sellar cartas con cera, como quien deja constancia de su paso por el mundo. Hoy, ese gesto es tan anacrónico como reverencial. Mientras tanto, un simple reloj inteligente puede enviar un mensaje en tiempo real a cualquier rincón del planeta. Uno comunica con cera; el otro, con luz.
La religión, si quiere sobrevivir con dignidad en este siglo de pantallas y algoritmos, tendrá que asumir una verdad incómoda: muchas de las cosas que antes veneramos, hoy las entendemos; y muchas de las que hoy defendemos, tal vez mañana las recordemos con asombro. No para despreciarlas, sino para ponerlas en su justa dimensión.
Porque la espiritualidad no debería depender de mecanismos obsoletos, ni la fe sustentarse en el miedo. Y quizá, solo quizá, en un reloj que vibra silenciosamente en la muñeca del Papa esté contenida la más urgente de todas las revelaciones: la de que el conocimiento ya no es privilegio, sino posibilidad compartida. Y que lo sagrado no está en el objeto, sino en la conciencia que se atreve a cuestionarlo.
X: @baltacavazos