El huracán Eric no es una excepción. Es un recordatorio de que el calentamiento global atienen a una lógica cíclica qué cada año se va intensificando. Uno más en la larga lista de advertencias que la naturaleza nos ha hecho, con voz tempestuosa y fuerza implacable, sobre la urgencia de replantear nuestra forma de habitar el territorio. Y no es una exageración decir que estamos en deuda con quienes viven —y resisten— en las costas mexicanas. La pregunta ya no es si habrá otro huracán de categoría 4, sino cuándo, cuántos y con qué consecuencias.

La transformación del clima no es un fenómeno repentino. Es un proceso lento, casi imperceptible para quienes no se ven obligados a vivir en el filo de la tragedia cotidiana. Las costas y selvas de México —ricas, exuberantes, históricamente habitadas— hoy se convierten en territorios cada vez más inhóspitos. El calentamiento global desestabiliza, erosiona y amenaza; y sin embargo, nuestras políticas públicas parecen seguir pensadas para una estabilidad que ya no existe.

Desde 1998, el Observatorio de Desplazamiento Interno ha documentado lo que los gobiernos muchas veces se niegan a reconocer: el cambio climático es una causa real de desplazamiento forzado. En 2011, Ioane Teitiota, ciudadano de Kiribati, reclamó ante los tribunales neozelandeses ser considerado el primer refugiado climático. Alegó que el aumento del nivel del mar ponía en riesgo su vida y la de su familia. Pero la Corte Suprema de Nueva Zelanda lo rechazó: el cambio climático, dijo, no era una causa válida bajo la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951.

La historia no terminó ahí. En 2020, el Comité de Derechos Humanos de la ONU reconoció que el cambio climático puede, de hecho, constituir una amenaza directa al derecho a la vida. Lo dijo claramente: “la degradación ambiental, el cambio climático y el desarrollo insostenible son amenazas graves para el disfrute de los derechos humanos”. Esa afirmación cambió el terreno jurídico del debate global: ya no se trata solo de fenómenos meteorológicos, sino de vidas humanas.

En México, donde el mar devora lentamente las playas y las lluvias intensas arrasan con los hogares precarios, ¿quién responde por las vidas que se apagan o se pierden con cada tormenta? ¿Quién protege a las niñas y niños que ven cómo su escuela queda bajo el agua, su casa derrumbada, su comunidad evacuada sin retorno?

Las columnas más leídas de hoy

La oposición se ha centrado en una pelea circular sobre recursos y alegan que la desgracia tiene que ver simplemente con la desaparición del fideicomiso destinado a los desastres naturales. No basta con reactivar el FONDEN o improvisar refugios temporales. La respuesta del Estado no puede seguir siendo exclusivamente reactiva. El debate que debemos sostener con seriedad y visión de futuro es el de la reubicación planificada, justa y digna de las comunidades que habitan las zonas costeras más vulnerables. Y eso exige, en primer lugar, voluntad política.

La reubicación no es un castigo, es un derecho. No puede hacerse sin participación, sin consulta previa, sin garantías de acceso a servicios básicos, trabajo, educación y tierra. El Estado debe actuar con enfoque de derechos humanos, respetando los arraigos culturales y sociales, pero también reconociendo que hay lugares donde ya no se puede vivir con seguridad.

Por ejemplo, hace un año se hizo oficial el primer tratado sobre refugiados climáticos qué reconoce como es que el cambio climático y los desastres naturales provocan migración. El tratado bilateral reciente entre Australia y Tuvalu —uno de los primeros acuerdos internacionales que reconoce a los desplazados climáticos— nos anticipa el camino: la migración por cambio climático ya no es una posibilidad futura, es una realidad presente. Y México no puede quedarse atrás pues ya existe una comunidad completa que desapareció en Tabasco, el hecho es que esa realidad se extiende hacia las costas y hoy el derecho a la vivienda tendría que aplicarse antes con los vulnerables climáticos que con otros grupos sociales.

Escuchar el llamado de la naturaleza implica más que atender desastres. Significa anticiparse, prevenir y proteger. Significa entender que el clima ya no espera. ¿Estará el gobierno mexicano a la altura de esta urgencia?

Si no lo está, no solo habrá fallado ante las víctimas del huracán Erick. Habrá fallado ante todo un país cuyo mapa, poco a poco, el mar y la lluvia están reescribiendo.

Una reescritura advertida y esperada, una tragedia anunciada.

X: @ifridaita