En medio del debate internacional sobre las misiones médicas cubanas, un tema igualmente crucial sigue sin la atención debida: el tráfico de armas hacia los cárteles mexicanos. Mientras Washington lanza campañas diplomáticas contra lo que considera trabajo forzado en el extranjero, dentro de sus propias fronteras se sostiene —legal e ilegalmente— una de las industrias más letales para América Latina: la venta de armas.

No se puede negar que una porción importante del arsenal que alimenta a los cárteles mexicanos proviene del mercado legal estadounidense. Tiendas minoristas de armas, principalmente en estados fronterizos como Texas, Arizona y Nuevo México, ofrecen rifles semiautomáticos, pistolas y municiones que terminan, directa o indirectamente, en manos del crimen organizado. Y es que, de acuerdo con la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF), cerca del 70% de las armas recuperadas en escenas del crimen en México tienen su origen en Estados Unidos.

Este dato ha servido a muchos para señalar exclusivamente a Washington. Sin embargo, reducir el problema a las laxas leyes de un solo país es una simplificación peligrosa. El flujo de armas es un fenómeno transnacional y combatirlo exige una visión igualmente compleja.

La prioridad debe ser triple. Primero, una supervisión más estricta de las ventas minoristas en EE.UU. es esencial. No basta con exigir identificaciones o llenar formularios; hace falta monitorear redes de compradores múltiples (los llamados straw purchasers) y ampliar las capacidades de la ATF para investigar patrones sospechosos. La actual falta de presupuesto y personal convierte a esta agencia en un gigante con “las manos atadas”.

Segundo, urge prestar atención a los mercados internacionales. Países como Serbia, Croacia o incluso algunas zonas de África siguen siendo fuente de armamento que, por rutas marítimas o triangulación comercial, acaban en puertos mexicanos. Esta dimensión rara vez se discute, pero representa un flanco igual de crítico.

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Tercero, y más importante aún, México debe mirar hacia sí mismo. De poco servirá cerrar los caminos si las puertas están abiertas desde adentro: las aduanas mexicanas siguen siendo coladeras de corrupción. Testimonios de exfuncionarios, militares y agentes aduanales revelan cómo una cantidad importante de armas ingresan sin revisión, a menudo con la anuencia de funcionarios comprados o amenazados por los cárteles. La frontera norte, que debería ser una muralla de vigilancia es, en muchos puntos, una puerta sin candado.

El gobierno mexicano ha desplegado militares en puertos y aduanas, pero los resultados han sido inconsistentes. La rotación constante de personal, la falta de profesionalización y la ausencia de controles externos siguen permitiendo filtraciones sistemáticas.

Es urgente entonces, que tanto México como Estados Unidos dejen de lanzarse culpas y emprendan una estrategia conjunta, realista y sostenida. Una estrategia que reconozca la demanda armamentista de los cárteles, pero también las redes que la alimentan desde ambos lados de la frontera.

Mientras no se blinde la frontera, se limpie la corrupción en las aduanas y se controle la oferta en los mercados legales e ilegales, las balas seguirán fluyendo. Y con ellas, la violencia.