Las transformaciones precedentes (Independencia, Reforma y Revolución) al actual proceso mexicano de recambio de contexto, estructuras e instituciones fueron motivadas y condicionadas por la creación y desarrollo del sistema mundial capitalista y sus modelos de Constitución, en general, dentro del paradigma liberal y socialdemócrata, salvo algunas muestras de respeto a nuestra propia tradición originaria, tal cual ocurrió con el texto de 1917 y se intenta recobrar y desplegar en los días que corren.

Algo similar ocurre en nuestro tiempo y de aquellas dinámicas debemos extraer lecciones para el país.

Primero, la creación del Estado independiente se dió en el contexto del cambio de hegemonía internacional del eje hispano-lusitano, de un lado, al eje anglosajón: inglés y estadounidense, del otro.

En el ámbito nacional, las dudas en las que incurrimos entre adoptar una forma de Estado imperial o republicano, federal o central, y una cultura conservadora o liberal-progresista, radical o moderada, contribuyó a la debilidad interna, el fratricidio y la pérdida de más de la mitad del territorio nacional entre 1822 y 1852, a la vera inestable de cuatro constituciones: 1824, 1836, 1842 y 1847.

La Reforma, movimiento social y político subsecuente, entre 1852 y 1876, tuvo lugar en medio de la más agresiva lucha entre los viejos imperios europeos y el poder emergente de los Estados Unidos, en medio de la cual el país estuvo a punto de desaparecer como tal.

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El rescate y recuperación de la soberanía, la república y el federalismo, la instalación de un modelo basado en la ciudadanía y el mercado, consagrado en la Constitución de 1857, y ya no más en las antiguas corporaciones políticas y eclesiásticas o la superposición de poderes externos, por ejemplo, el efímero imperio de Maximiliano entre 1862 y 1867, implicó el inicio de la construcción del presidencialismo y la progresiva concentración del poder que derivó, lamentablemente, en la dictadura constitucional porfiriana entre 1877 y 1911.

El siguiente ciclo histórico, la Revolución de 1910-1917, fué sincrónico con la agonía de aquellos imperios europeos y del medio oriente, y la subsecuente irrupción de la propuesta socialista soviética y nacionalsocialista alemana e italiana para competir con el orden liberal occidental, en particular los Estados Unidos.

El Estado mexicano posrevolucionario, a partir de la Constitución de 1917 y de los gobiernos de 1920 en adelante revirtió políticas colonizadoras y de explotación injusta de los bienes nacionales, liquidó en buena medida el régimen porfiriano e instauró otro régimen político, socioeconómico y cultural, popular, este último con fuertes restricciones a los derechos políticos y el formato democrático pluralista consolidando así el sistema presidencial y el centralismo semi federalista sobre la base de un partido hegemónico casi único, de 1929 en adelante.

El actual ciclo de transformaciones profundas enfrenta la tensión entre el papel hegemónico aunque desgastado de los Estados Unidos frente al regreso de China y el reposicionamiento ruso, así como los intentos de otros países y bloques de países para realinear o ubicarse en el contexto del proceso de reconfiguración del sistema capitalista global.

Nuestro país registra una nueva dialéctica, que se puede leer al hilo de las reformas constitucionales de los últimos 40 años, entre la propuesta neoliberal que inició en los años ochenta y aceleró durante las dos primeras décadas del siglo XXI, por un lado, y la respuesta popular, por momentos neopopulista, que reconcentra poderes dispersos y se atrinchera y prepara estratégica y tácticamente en un entorno fluido de cambios vertiginosos, sorprendentes e inciertos que atestiguamos dia a dia, por el otro.

Las guerras en curso, las protestas y represiones en Los Ángeles y otras ciudades “gringas” o la elección judicial popular en México es su más reciente capítulo, y no será el último giro de sucesos que enfrentaremos.

Las lecciones aprendidas son varias:

En las transformaciones históricas, el adversario es tanto interno como externo; el país se juega su posición geoestratégica; la coalición que conduce el cambio se radicaliza e impone su proyecto de nación; el derecho se subordina al poder y este se sirve de la economía hasta el límite de lo posible mientras opera reivindicaciones sociales; la forma de las acciones políticas transformadoras forja los moldes de la siguiente etapa histórica; e, inexorablemente, esto hay que tenerlo muy presente, una fuerza interna o colateral infiltra, irrumpe y desvía la transformación propiciando un conflicto mayor al que se pretendía superar.

El arte del estadista es prever y lograr, hasta donde esto es posible, que el proceso transformador logre sus objetivos emancipadores, a la vez que prepare al país para transitar en mejores condiciones internas y externas el siguiente ciclo.

Buen camino a nuestra presidenta, Claudia Sheinbaum, en el pasaje de esa obra que escribirá este lunes y martes en el escenario del G7 y ante el líder del imperio que se resiste a cambiar por el bien de todos y por su propio bien.