Los bloqueos en la vía pública organizados por ciertos grupos no son una protesta legítima. Constituyen una afrenta directa al Estado de derecho. No enaltecen ninguna causa; la distorsionan y la degradan. ¿Cómo puede hablarse de justicia mientras se ignora la ley? ¿Qué mensaje recibe la sociedad cuando se recompensa a quien incumple la norma y se castiga a quien la respeta? El ataque al Campo Militar número 1, lo evidenció con claridad. En cualquier democracia consolidada de Europa o América del Norte, una acción así no se calificaría de protesta, sería reconocida como un acto de subversión violenta contra el Estado: intervención inmediata sería la respuesta de las fuerzas de seguridad, detenciones rápidas, juicios públicos y condenas severas. Atacar instalaciones militares no es disenso político; es un intento de doblegar al Estado por la fuerza. Y ante esa línea, no hay confusión posible: aplicar la ley no es reprimir, es defender a la nación entera.

Primero, ¿aplicar la ley es reprimir? No. Aplicar la ley es hacer valer las normas de convivencia que la Constitución establece como pacto común. Es asegurar que nadie tenga privilegios sobre los demás. Reprimir es algo distinto: usar la fuerza sin control, silenciar voces, imponer miedo, quebrantar libertades. Eso contradice la esencia misma del derecho.

Un Estado democrático se fortalece cuando se cumple la ley. No cuando se evade. La libertad de tránsito —artículo 11 constitucional— es un derecho humano: inalienable, universal, inaplazable. ¿Quién puede situarse por encima de millones que necesitan circular, trabajar, estudiar o acudir al médico? Nadie.

Aceptar bloqueos como si fueran parte de la normalidad equivale a rendirse. Normalizar la violación constitucional no es tolerancia; es claudicación. Un gobierno que confunde diálogo con inacción abdica de su responsabilidad. ¿Puede gobernar quien teme aplicar la ley? ¿Puede un país sostenerse cuando la autoridad cede ante la presión? No. El deber del Estado no es evitar conflictos a cualquier precio. Es resolverlos dentro del marco constitucional. Cuando el diálogo fracasa, la acción jurídica debe comenzar. Ceder ante la ilegalidad no pacifica; debilita. Un Estado que abdica frente al chantaje pierde autoridad. Y un gobierno que justifica el atropello de los derechos de todos por miedo a unos pocos renuncia a su misión esencial.

Segundo, ¿qué ocurre en otras democracias? ¿Se permite en Estados Unidos o Canadá que se bloqueen aeropuertos, autopistas o que se ataque una base militar? No. Las consecuencias son inmediatas. Las fuerzas del orden actúan con rapidez y sin vacilar. La Primera Enmienda protege la libre expresión, pero no ampara el colapso de una ciudad. Protestar no significa paralizar la vida de millones.

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En Alemania, el Tribunal Constitucional Federal ha sido claro: toda manifestación debe ser pacífica, proporcionada y respetar los derechos de los demás. Una causa justa no otorga licencia para destruir la convivencia. Interrumpir el transporte público o bloquear el comercio es violar el orden democrático.

En el Reino Unido, el Parlamento reformó la Public Order Act para proteger la infraestructura básica y sancionar la interrupción de servicios esenciales como transporte, energía o salud. Londres no se rinde ante minorías ruidosas. Las autoridades actúan con determinación. La ley distingue entre libertad y desorden. Entre protesta legítima y coacción.

Los países nórdicos son igualmente claros. En Noruega, se castiga con hasta diez años los ataques a fuerzas militares, en Finlandia se considera un delito grave contra el orden público. En Suecia, el Brottsbalken prevé también penas de cárcel. Y en Dinamarca, cualquier agresión a instalaciones militares se sanciona como ataque directo al Estado. ¿Alguien imagina a Oslo, Helsinki, Estocolmo o Copenhague paralizadas por un grupo que bloquea carreteras y ataca cuarteles? ¿Alguien cree que Berlín, Londres o Washington se someterían al chantaje disfrazado de protesta? No. Las democracias firmes no negocian con la ilegalidad. La contienen. La sancionan. La ponen en su lugar.

Tercero, ¿son autoritarios esos países? No. Son democracias reales. Protegen derechos, pero no confunden protesta con caos. La firmeza del Estado no es represión; es justicia. En democracia, el derecho a manifestarse debe coexistir con el derecho a circular, trabajar, estudiar y recibir atención médica. Una protesta que bloquea hospitales, impide traslados, paraliza escuelas o se degenera en violencia deja de ser protesta. Es coacción.

El Estado no está obligado a tolerar el desorden disfrazado de inconformidad. Su deber es proteger a todos, no someterse a unos pocos. Su misión es impedir que un derecho anule a los demás. El espacio público pertenece a todos, no al que más grita.

México no necesita mano dura. Necesita legalidad firme. Un gobierno que aplique la Constitución sin vacilaciones. La protesta no puede ser refugio del abuso. Ninguna agrupación está por encima de la ley. Nadie lo está.

¿Puede sobrevivir una democracia que se doblega ante la presión? ¿Puede haber justicia si unos pocos imponen su voluntad desde la ilegalidad? La respuesta es clara: no. En una República, la calle no la manda el más ruidoso. La rige la Constitución.

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