El artículo tercero constitucional que regula a la educación pública es de los más robustos, entre las disposiciones contempladas por la Carta Magna, lo que es indicativo de su importancia y del rigor que se pretende imponer a la impartición de ésta.

Lo anterior quiere decir que, en efecto, se establece una orientación de Estado en el ámbito de la educación pública; en consonancia con ello se definen los criterios que debe observar en cuanto su carácter laico, sustento científico, sentido democrático, dimensión nacional y contenido cívico en cuanto a inculcar el respeto a la dignidad de las personas, la fraternidad e igualdad de derechos.

En ese contexto, corresponde al ejecutivo federal determinar los planes y programas de la educación básica, lo que permite y hasta propicia que las definiciones, orientación y contenido que ella tiene correspondan a la visión de cada gobierno y, en buena medida, así ha sido.

Cierto, los gobiernos no han escapado a la tentación de introducir aspectos particulares de su enfoque, propuestas y acciones en los libros de texto de la educación pública; es fácil rastrear en ellos elementos de tal tipo en prácticamente todas las etapas desde que surgieron en la década de 1960, con la consideración que esa postura siempre ha dado lugar a discusiones encendidas.

Así, en los que ahora se han elaborado existen múltiples ejemplos de esa situación, como es el caso de la referencia a la forma de narrar el suceso del secuestro y posterior asesinato de uno los empresarios más reconocidos y prestigiados durante el gobierno de Luis Echeverría y que ha generado reacciones airadas, precisamente por la narrativa ahí expuesta y por la orientación que se presume en ella.

De alguna manera, las controversias que se presentan son hijas de la forma de conjugar la definición de una política de Estado, en el sentido que la educación pública parte de un diseño que se formula desde la propia Constitución de la República, al tiempo que el ejecutivo federal tiene la responsabilidad de concretar esa dimensión normativa en los planes y programas correspondientes, hasta llegar a la formulación y edición de los propios libros de texto gratuitos. Puede decirse que interactúa una definición de Estado y una concreción de gobierno respecto de aquella; orientación de Estado y política de gobierno se imbrican.

Por eso mismo, una parte de la polémica desatada por los libros de texto se relaciona con la gestión o proceso que se llevó a cabo para llegar a su edición, respecto de la forma de detonar e incorporar la opinión de los gobiernos de las entidades federativas, así como de los diversos actores sociales involucrados; una segunda parte de la controversia se relaciona con el hallazgo de errores puntuales; por último, un tercer aspecto se refiere concretamente a los contenidos y, específicamente, a la forma de resolver lo que mandata la constitución en el sentido de incluir el conocimiento de las ciencias y humanidades, la enseñanza de las matemáticas, la lectoescritura, la literacidad, la historia, entre otras materias o disciplinas.

Se puede decir que se conjugan problemas de distinta naturaleza como lo son los que tienen que ver con la definición de los planes y programas y conforme a ellos el proceso de discusión - elaboración de los libros; por otra parte, el relativo a los errores y, por último, el que tiene que ver con los contenidos y sentido pedagógico. Se trata de tres tipos de problemas y cada uno de ellos dotados de una gran importancia, de modo que resolverlos no será sencillo; mucho menos en la perspectiva de un clima polarizado en la opinión pública, lo que tiende a dotar al debate de una condición dicotómica extrema.

Conforme a las experiencias que se han tenido en otras administraciones y de la que arroja la actual, que hablan de polémicas reiteradas a propósito de los libros de texto gratuitos, es posible plantear si una solución debiera correr por el lado de enfatizar la dimensión de Estado de la educación pública y acotar el papel del gobierno, a la manera de como se ha hecho en otras materias.

Lo anterior quiere decir que la conformación de un órgano autónomo para definir planes y programas de estudio, así como para ordenar la discusión y el diseño de los libros de texto gratuitos se inscribe como una medida inscrita en la vía de lo que antes ocurrió con el Banco de México o con el INE, cuyas aportaciones han sido decisivas; en un caso para lograr la estabilidad monetaria y financiera del país; en el otro, para resolver la lucha por el poder a través de las normas electorales y de instituciones que fortalecen la vida democrática de México.

Si cabe la simbiosis o el paralelismo entre las reiteradas crisis devaluatorias y los recurrentes conflictos electorales, con la polémica cíclica que se presenta a propósito de planes, programas de estudio y libros de texto gratuitos, debe pensarse que, como en esos casos, la solución está en la creación de un órgano autónomo que significa otorgar autonomía a quien se encargue de tal tarea, de modo que resuelva la impartición de la educación pública en la perspectiva del Estado y no del gobierno.

Desde luego, no sólo se trata de buscar la mejor forma de resolver conflictos que parecen estar siempre convocados cuando se trata de los libros de texto, sino de concretar una visión que integre la dimensión de lo nacional a través de grandes consensos y, al hacerlo, fortalezca nuestra democracia.