La historia política de Colombia siempre ha estado escrita con tinta de pólvora, con páginas donde las esperanzas se mezclan con el miedo y donde cada avance democrático parece pagarse con un alto precio en sangre y polarización. En ese escenario ya tenso, el destino ha querido que, bajo la presidencia del controvertido Gustavo Petro, se crucen dos episodios que llevarán el apellido Uribe y que, aunque distintos, dibujan un mismo cuadro: el de un país donde el poder, la justicia y la violencia se entrelazan en un drama nacional.

Por un lado, la muerte de Miguel Uribe Turbay, joven candidato presidencial que sufrió un atentado y permaneció semanas en agonía antes de sucumbir, representa la brutalidad con la que la violencia política sigue golpeando. Por otro, la sentencia de doce años de prisión contra Álvaro Uribe Vélez, primer expresidente condenado en la historia del país, marca un precedente que sacude hasta los cimientos de la clase política.

Ambos hechos, unidos por la casualidad de un apellido y la coincidencia temporal, se producen bajo el manto de un gobierno que no pasa inadvertido: el de Gustavo Petro, un presidente que divide a su nación como pocos antes.

Miguel Uribe Turbay no era solo un aspirante más. En un país fatigado de odios y fracturas ideológicas, su discurso pretendía construir un punto medio entre el conservadurismo tradicional y una visión moderna de Estado. Su figura, heredera de una estirpe política pero con identidad propia, lograba seducir tanto a jóvenes desencantados como a votantes veteranos que anhelaban un liderazgo más conciliador.

Su asesinato no es solo la pérdida de un hombre, sino la cancelación de una posibilidad de renovación política. Colombia ha visto morir líderes antes de tiempo: Luis Carlos Galán, Jaime Pardo Leal, Carlos Pizarro… Todos símbolos de un futuro posible que fue aniquilado a balazos. Miguel Uribe, aunque en otro contexto, se suma a esa lista dolorosa.

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El crimen envía un mensaje tan crudo como peligroso: que el país sigue sin blindar su democracia contra la violencia, y que aspirar a la presidencia en Colombia todavía puede ser una sentencia de muerte. Las reacciones oficiales, tibias para algunos, refuerzan la percepción de que la seguridad de los contendientes políticos no es prioridad en el actual gobierno.

Si Miguel Uribe representaba el futuro truncado, Álvaro Uribe encarna el pasado reciente que se resiste a morir. Su nombre es sinónimo de una era en la que la política colombiana giraba en torno a su figura. Héroe para millones por su ofensiva contra las FARC, villano para otros por las acusaciones de abusos y vínculos con paramilitares, Uribe ha sido, durante dos décadas, una referencia obligada.

Su condena a doce años de prisión no es un caso más: es un terremoto político. Ningún expresidente colombiano había pisado una celda por sentencia judicial. El fallo divide a la opinión pública entre quienes lo ven como el triunfo de la justicia sobre la impunidad y quienes lo interpretan como un acto de revancha política, con Gustavo Petro como beneficiario directo del derrumbe del mayor referente de la derecha.

Este episodio no solo debilita a un sector político, sino que abre un vacío de liderazgo que, en la crispada política colombiana, puede derivar en una peligrosa fragmentación de fuerzas.

Que estos dos acontecimientos se den en el mismo tiempo y bajo la misma presidencia tiene un valor simbólico difícil de ignorar. Petro, hábil en la construcción de relatos, puede presentar la condena de Uribe como el fin de la “era de la impunidad” y el asesinato de Miguel Uribe como prueba de que la violencia es herencia de los viejos regímenes. Sin embargo, la lectura inversa —la que hacen sus detractores— es que su gobierno tolera, si no alienta, un clima hostil para opositores.

La política colombiana, tan propensa a leer la historia como un combate entre bandos irreconciliables, encuentra aquí un nuevo material para sus narrativas: la del presidente reformista que ajusta cuentas con el pasado, o la del gobernante que utiliza las instituciones y el clima social para eliminar rivales.

La coincidencia de ambos “casos Uribe” recuerda, por contraste, momentos en que otros países vivieron choques entre justicia y política: el Brasil de Lula y la prisión de sus opositores, el Perú donde presidentes caen uno tras otro en procesos judiciales. La diferencia, en Colombia, es la simultaneidad de un magnicidio político y una condena histórica.

Colombia no vive estos episodios en aislamiento. Desde Ciudad de México hasta Buenos Aires, gobiernos y oposiciones observan con atención. El asesinato de un candidato y la condena de un expresidente en tan corto plazo ofrecen un doble mensaje: que la violencia política sigue siendo una amenaza real, y que la justicia puede alcanzar incluso a quienes parecían intocables.

Pero el riesgo es que el segundo mensaje se diluya si la percepción de parcialidad gane terreno. La legitimidad de un sistema judicial no depende solo de su capacidad para condenar, sino de que la sociedad crea que lo hace sin favoritismos. Si la mitad del país ve en la condena de Uribe una persecución, el triunfo de la justicia se convierte en otro capítulo de la polarización.

La pregunta de fondo es si estos dos episodios marcarán un punto de inflexión hacia una democracia más sólida o si quedarán como ejemplos de un país que no logra salir del ciclo de venganza y desconfianza. Miguel Uribe se ha convertido en mártir de una causa inconclusa; Álvaro Uribe, en el símbolo de que ni el más poderoso está a salvo de la justicia.

El reto para Petro es inmenso: gobernar un país donde la mitad lo ve como salvador y la otra mitad como amenaza. Y hacerlo en un momento en que la política no se juega solo en las urnas, sino también en los tribunales y, lamentablemente, en los cementerios.

Colombia, herida pero resiliente, tendrá que decidir si aprende de estos golpes o si, una vez más, se resigna a vivir en el filo de la navaja, donde la muerte de un candidato y la prisión de un expresidente son solo capítulos más de una historia que parece condenada a repetirse.

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