El mecanismo más propicio para la manipulación política lo son las normas electorales; de ahí que la discusión sobre su elaboración y modificación concite la necesidad del mayor acuerdo entre grupos, corrientes y partidos.

Parece que no es necesario elaborar sobre tal aserto, pues a través de la legislación en la materia se regula la actividad político-electoral, se establecen requisitos para participar, las formas de resolver controversias, la manera de traducir los votos en los cargos políticos en disputa y determinar quien o quienes obtienen el triunfo; las definiciones u omisiones que existan sobre tales aspectos pueden otorgar ventajas anticipadas a unos y restar o hasta negar posibilidades a otros.

Es posible señalar, por ejemplo, que la etapa hegemónica del PRI se asentaba en un diseño de normas que otorgaba el control de la regulación comicial al gobierno y también, sobre el dominio que alcanzaba la mayoría política en el proceso final de la calificación de los comicios en los famosos Colegios Electorales, sin lo cual no se pueden explicar las controvertidas elecciones de 1988 y sus resultados.

A contrario “sensu”, la consolidación de la pluralidad, de la competencia y de la alternancia política, ha tenido tras de sí la realización de profundas reformas electorales, al grado de que no se entiendan aquellas sin éstas. Incluso, puede señalarse que desde la reforma de 1963 que instituyó a los llamados diputados de partido, hasta la más reciente de 2014, todas se han significado por ser instrumentos para consolidar la democratización de México en la parte electoral, y de aportar a la legitimación del sistema político.

Una nueva etapa de la competencia política correspondiente a la reforma electoral de 1996, tuvo inmediato correlato en la mayor pluralidad que hasta entonces tenía registro en la conformación de la Cámara de Diputados, como lo fue en la LXVII legislatura, que iniciara en 1997; ni qué decir de la alternancia en el poder que se verificó en 2000, puesto que fue una de las expresiones más acabadas de esa nueva etapa de competencia política y de condiciones de equidad en la participación de los partidos; por cierto, con los puntos destacados de la plena autonomía del entonces IFE y del papel del Tribunal Electoral como órgano jurisdiccional.

Los dos troncales que abrieron los cauces de la democracia electoral mexicana fueron las reformas de 1977 y la de 1996; la importancia de los cambios que detonaron aconsejó que ambas tuvieran lugar dentro del primer trienio de los gobiernos en cuestión, de modo que fueran puestas a prueba en elecciones intermedias y así se encaminaran con éxito hacia los comicios presidenciales, tal y como fue.

La reforma electoral que ahora se plantea rompe con tres condiciones torales para llevarla a cabo. La primera de ellas es su motivación o causa que la justifique y la legitime en el proceso de consolidación de la democracia electoral mexicana; esa condición o requisito está ausente; la segunda tiene que ver con la de corresponder o soportarse en acuerdos enmarcados en la discusión y coincidencias entre las distintas fuerzas políticas; la tercera es la pertinencia de aprobarlas y de ponerlas en marcha durante la primera mitad del gobierno, para sustraerlas de ser artificio para garantizar la permanencia de quien está en el poder.

De ahí que lo propuesto, entre otras cosas que se pueden destacar de ella, hace que se asemeje más a una deforma que a una reforma.

Fuera de la pulsión del gobierno, no parece existir otro impulso para llevar a cabo la reforma y, eso mismo, la deforma., pues se supone que vivimos en el marco de un sistema plural de partidos en donde los intereses y la óptica de ellos resulta vital para el proceso legislativo; lo es más aún cuando se refiere a la materia electoral.

En efecto, no hay acuerdos establecidos entre las fuerzas políticas para detonar la reforma electoral, lo que la coloca en la determinación exclusiva del gobierno; para colmo, se pretende aprobar y poner en práctica la nueva legislación en el marco de una elección presidencial, situación que la hace su destinatario evidente en el marco de un silogismo que indica: “el gobierno quiere la reforma para que su partido permanezca en el gobierno”.

La narrativa conduce a asumir que se postula no una reforma sino una deforma. Ciertamente desnaturaliza instituciones claves de la legislación electoral mexicana y hace amnesia sobre el éxito que ha tenido su contribución, como es el caso del INE; al tiempo que trastoca un sistema electoral mixto sobre el que se asentó la consolidación de la pluralidad mexicana desde 1963.

Es momento de que el partido en el gobierno sea más partido y menos gobierno; que el gobierno sea más gobierno y menos partido y que la expresión opositora encuentre la articulación que demandan los tiempos actuales. El ejemplo de una deforma que busca construir una nueva ruta en la legislación electoral mexicana, a contracorriente y con claro tufo de desplante autoritario es sobradamente suficiente para poner alertas.