La historia de México equivale a la lucha por la Constitución. A disensos, consensos y acciones concretas sobre lo que más quiere y le conviene al país.

La batalla por la Constitución de 1824 la ganaron los federalistas radicales de las regiones y localidades que impusieron sus condiciones a la coalición centralista y pro-monárquica.

La Constitución de 1836 fue el fruto del disenso pero también del pacto entre conservadores centralistas y liberales moderados, que más tarde reconsideraron para establecer un formato más flexible en el texto centralista de 1843.

La invasión estadounidense y el desastre de la pérdida de la mitad del territorio nacional motivó que los liberales radicales y federalistas reactivaran, vía el Acta de Reformas de 1847, la Constitución de 1824.

Luego de tener que tomar las armas en la Revolución de Ayutla para terminar con la dictadura conservadora santanista, los liberales radicales en 1855 liquidaron los restos del Estado corporativo colonial y fundaron, a través de un nuevo acuerdo, ciertamente frágil, el Estado progresista basado en la laicidad y la legalidad que caracterizó al texto constitucional de 1857.

La lucha por defender esos valores constitucionales liberales cruzó por la guerra fratricida de los tres años (1858 a 1861) y tuvo que resistir y vencer la intervención francesa (1862-1877), instrumento extremo al que recurrieron los intereses retardatarios.

La República Restaurada (1867-1874) fue más tarde traicionada por una nueva alianza entre liberales y conservadores radicales en el seno de la dictadura porfiriana, formalmente constitucional, sobre todo entre 1892 y 1910.

La lucha por la Constitución de 1917 la libraron de manera violenta y pagaron con su sangre miles de connacionales pobres para terminar con la injusticia y rescatar sus recursos más valiosos.

Otra vez, los liberales y el ala popular, nacionalista y radical impusieron sus ideas en el marco jurídico.

Los conflictos no concluyeron en 1917. Durante las tres décadas siguientes se sucedieron hechos violentos y nuevos pactos hasta serenar las fuerzas en pugna.

La estabilidad política, desarrollo económico y evolución social de México durante el resto del siglo 20 no habría sido posible sin el diálogo estratégico entre las fuerzas políticas y el margen de gobernabilidad necesario que impuso y condujo un partido hegemónico.

La divergencia entre neoliberales y nacionalistas llevó a los primeros al poder en los años 80 y a introducir una importante lista de reformas a lo largo de cuatro décadas apostando con frecuencia por el poder de las élites del capital sobre el no poder de las masas del trabajo y hasta el interés público.

Es verdad que las reformas electorales desde 1977 y las respectivas instituciones garantes de la democracia política –de la SCJN al IFE-INE o el TRIFE-TEPJF, la CNDH o el Banco de México hicieron posible procesar el conflictivo pluralismo de la nueva sociedad mexicana, aunque no fue igualmente regulado el proceso de concentración de la riqueza y la polarización social, y mucho menos la delincuencia, corrupción e impunidad, también plural y seudo-federalista.

Peor aún, se produjo y hasta toleró la captura del Estado y la Nación a manos de poderes fácticos.

Las y los mexicanos estamos ahora, como en 1847, 1857 y 1917, en busca de restablecer la sincronía entre los intereses mayoritarios, la moral pública predominante y el texto y la práctica constitucional, en un contexto global complejo en el que cambia la época.

Lograr esa nueva gesta y seleccionar los medios pertinentes es el principal desafío de nuestra generación.