Este miércoles 7 de mayo de 2025 tendrá verificativo un evento que marcará, sin exageración, el rumbo espiritual y político de más de mil millones de personas en todo el mundo: el cónclave. En la Capilla Sixtina, bajo los frescos de Miguel Ángel, los cardenales electores se reunirán para elegir al nuevo Papa, el sucesor de San Pedro, el obispo de Roma, y el líder de la Iglesia Católica. Pero este no es un cónclave más. Las expectativas, tanto dentro como fuera del Vaticano, están cargadas de tensiones, desafíos globales y anhelos de transformación.

El próximo pontífice no será solo una figura religiosa. Será, como ha sido siempre, un actor geopolítico de primer orden, un símbolo moral (para bien o para mal) en medio de una era de incertidumbre, polarización, guerras regionales, colapsos ecológicos y crisis migratorias. La Iglesia Católica, con sus más de dos mil años de historia, se encuentra una vez más en una encrucijada: ¿se reafirmará en la tradición o apostará por una transformación profunda? ¿Será este cónclave un momento de continuidad o de ruptura?

A diferencia de cónclaves anteriores que se desarrollaron tras la muerte de un Papa, este proceso llega después de una renuncia anunciada, aunque no exenta de controversias. Si bien los últimos años estuvieron marcados por reformas impulsadas desde el Vaticano —algunas progresistas, otras profundamente conservadoras—, el clima actual es de ambivalencia.

Dentro de la Iglesia hay divisiones latentes: entre sectores que claman por una mayor apertura —hacia las mujeres, hacia los homosexuales, hacia los divorciados— y aquellos que ven en esas demandas una amenaza a la doctrina. A esto se suman los escándalos de abusos sexuales, el debilitamiento de la fe en Europa, el crecimiento de la Iglesia en África y Asia, y la presión por una respuesta coherente frente a las urgencias del cambio climático y la pobreza.

Es un escenario cargado de complejidad, en el que el perfil del próximo pontífice podría inclinar la balanza hacia una de estas tensiones.

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Aunque en teoría todos los cardenales electores tienen las mismas posibilidades, en la práctica siempre hay favoritos: los llamados “papables”, (sin dejar de observar que no necesariamente el elegido debe salir de entre los electores, pues de acuerdo con las normas establecidas por el derecho canónico y la tradición eclesiástica, no es necesario ser cardenal, ni siquiera obispo, para ser elegido como el sumo pontífice. La única condición absoluta: ser un varón bautizado dentro de la Iglesia Católica).

Algunos de los nombres que más resuenan tienen en común una fuerte formación doctrinal, una carrera diplomática dentro de la curia y, en varios casos, un marcado acento no europeo.

Y es aquí donde surge una de las preguntas clave: ¿se repetirá la “sorpresa” de un papa no europeo, como lo fue Francisco? ¿O volverá la Iglesia a elegir a un pontífice italiano o alemán, reforzando una visión más tradicional?

Hay quienes abogan por un papa africano o asiático, como símbolo de una Iglesia verdaderamente universal, acorde con su actual demografía: el catolicismo crece en el sur global mientras decrece en Europa. Sería una señal potente hacia el futuro, aunque no necesariamente implica un cambio doctrinal. Muchos de los cardenales africanos, por ejemplo, son conocidos por su rigidez en temas morales y litúrgicos.

Otros esperan un líder capaz de equilibrar continuidad y renovación, que no desmantele los logros del Papa saliente, pero que tampoco se limite a ser su sombra. Un papa “pastor” más que un “teólogo”, más preocupado por la misericordia que por el dogma, más abierto al diálogo interreligioso que al combate cultural.

Uno de los dilemas centrales del cónclave de mañana será este: ¿la Iglesia debe reformarse o restaurarse? Para algunos sectores, los cambios promovidos en las últimas décadas han erosionado la identidad católica. Denuncian una pérdida del sentido de lo sagrado, una liturgia banalizada y una moral diluida por criterios modernos. Para ellos, el nuevo papa debe “restaurar” la autoridad de la Iglesia, reforzar la disciplina clerical y cerrar las puertas al relativismo.

Otros, por el contrario, consideran que la Iglesia ha cambiado demasiado poco y demasiado lento. La exclusión de las mujeres al sacerdocio, el trato hacia la comunidad LGBTQ+, la gestión opaca de las finanzas vaticanas y la lentitud para enfrentar los abusos sexuales han dañado su credibilidad. Para este grupo, la Iglesia necesita una reforma profunda, que no solo implique cambios estructurales, sino una verdadera conversión espiritual.

El cónclave, aunque secreto y guiado por el Espíritu Santo según la fe católica, no escapa de estas presiones. Lo que se juega en esas votaciones no es solo un nombre, sino una dirección.

El mundo estará mirando, y no solo los fieles católicos. Los medios internacionales cubrirán cada humo blanco, cada rumor, cada gesto de los cardenales. Líderes políticos, religiosos y sociales evaluarán al nuevo pontífice con ojos atentos.

Es difícil exagerar la influencia del Vaticano. No se trata solo de un centro espiritual: es también una red diplomática con presencia en casi todos los países del planeta, una potencia moral capaz de inclinar decisiones políticas o respaldar movilizaciones sociales.

Por eso, lo que se espera del cónclave no es solo que elijan un Papa, sino que emitan un mensaje al mundo, que ya se verá si será de esperanza o de retroceso; de inclusión o de repliegue.

Más allá de los análisis estratégicos y los cálculos geopolíticos, lo que muchos creyentes esperan del próximo Papa es algo más simple pero más difícil: un liderazgo con alma. Un hombre que escuche, que sepa hablarle al corazón de los pueblos, que no tema abrazar el dolor ni denunciar la injusticia. Que tenga el coraje de tocar las heridas de la Iglesia sin esconderlas.

El cónclave es, en su esencia, un acto de discernimiento. No se trata solo de elegir al mejor gestor, al más erudito o al más carismático, sino al que pueda ser un verdadero pastor para una Iglesia cansada, dividida, pero aún viva.

Esta mañana, cuando se cierren las puertas de la Capilla Sixtina y el mundo contenga la respiración esperando el humo blanco, muchos se preguntarán no solo “quién” será el próximo papa, sino “para qué”. La respuesta, por ahora, está en manos de los cardenales. Pero su impacto trascenderá generaciones.

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