LA POLÍTICA ES DE BRONCE
Después de estos meses de amagos comerciales por parte de Estados Unidos, de reconfiguraciones geopolíticas, está claro que los adversarios principales de esta guerra económica son Estados Unidos y China. Las dos son potencias indiscutibles de nuestros tiempos. Los dos son gigantes económicos, los dos poseen armas nucleares y ambiciones para incrementar su influencia hacia diversas partes del mundo.
Al buen entendedor pocas palabras. En esta guerra comercial, en esta madeja de intereses económicos y políticos, México debe asumir un bando, nada de diversificar mercados o tratados comerciales. México debe decidir si está con Estados Unidos o con China en esta guerra comercial. La respuesta es obvia, tenemos que estar en el bando estadounidense, no podemos enemistarnos con nuestro principal socio comercial y vecino.
En medio de la guerra comercial , México ha comenzado a mover sus piezas con mayor claridad en el tablero global. El establecimiento de aranceles a naciones con las que no existen acuerdos comerciales no es un acto de capricho ni una señal de repliegue económico, como algunos pretenden sugerir. Es, en realidad, una decisión de política industrial que busca proteger la producción nacional sin caer en el error histórico del aislamiento y preparar el terreno para el nuevo acuerdo comercial, el T-MEC2.
Durante décadas, el discurso dominante nos convenció de que abrir la economía sin cortapisas era sinónimo de modernidad. El resultado fue una estructura productiva debilitada, cadenas industriales rotas y una dependencia creciente de importaciones baratas, muchas de ellas producto de prácticas desleales. Hoy, la reforma arancelaria se plantea como una herramienta legítima del Estado para combatir el dumping, frenar distorsiones del comercio internacional, proteger sectores estratégicos e incentivar la sustitución de importaciones donde sea viable.
No se trata de cerrar fronteras, sino de ordenar el mercado. El comercio debe ser justo, no depredador. Esa es la línea que hoy comienza a trazar el gobierno mexicano en un contexto internacional cada vez más convulso, donde las grandes potencias han dejado atrás el discurso ingenuo del libre comercio y han regresado, sin tapujos, a la defensa de sus intereses nacionales.
La discusión sobre los productos chinos ilustra bien este dilema. Durante años, México se convirtió en un consumidor masivo de mercancías de bajo costo que, si bien aliviaron el bolsillo en el corto plazo, minaron lentamente a miles de pequeñas y medianas empresas. El desequilibrio es evidente: competir contra economías altamente subsidiadas y con costos laborales asimétricos es, en los hechos, una competencia desigual. Defender al mercado interno no es proteccionismo irracional; es una estrategia de supervivencia económica.
Sin embargo, el debate debe darse con responsabilidad. La política arancelaria forma parte de un nuevo modelo de desarrollo con soberanía económica, pero sus impactos no son homogéneos. Cada sector debe ser analizado con lupa para evitar efectos inflacionarios que terminen castigando al consumidor, especialmente a los hogares de menores ingresos. Proteger la industria no puede traducirse en encarecer la vida cotidiana.
México camina así por una línea delgada, pero necesaria: recuperar su capacidad productiva sin romper con el mundo. En tiempos de bloques económicos cerrados, relocalización industrial y tensiones geopolíticas, la ingenuidad ya no es opción. La reforma arancelaria no busca levantar muros, sino reconstruir cimientos. Si se aplica con inteligencia, puede ser una palanca para fortalecer la planta productiva, reducir la dependencia externa y devolverle al Estado su papel como rector del desarrollo.
La guerra comercial entre Estados Unidos y China es el telón de fondo, pero la verdadera batalla de México es interna: reconstruir su economía con soberanía, justicia comercial y visión de futuro.
Eso pienso yo. ¿Usted qué opina? La política es de bronce.


